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La muerte de Chifri nos tomó por sorpresa, porque muchos pensábamos de él en términos sobrenaturales. Su decisión de dejar las comodidades de la casa natal para consagrar la vida a los habitantes de nuestros cerros nos mostró que se trataba de un ser especial. Luego del accidente con el parapente, empezamos a creer que era inmortal.
No me gustan las comparaciones, pero no puedo dejar de asociar su compromiso, existencial, total, con el de Ernesto Martearena. No porque fueran curas, sino porque los dos dieron todo, sin guardar nada para ellos.
Ernesto murió asesinado por dos personas a las que había dado protección. Chifri, fulminado tempranamente por un infarto.
Nada de lo que de ellos se diga podrá modificar lo que hicieron: jugarse a fondo por los demás.
Fueron sacerdotes católicos, lo cual muestra el mejor costado de la Iglesia.
Fueron seres extraordinarios, alentados por el sentimiento más sagrado, el amor, que para la teología es, además, una virtud.
Un texto del Corán, referido a la santidad en el Islam, dice: “... quien matara a un ser humano ... sería como si hubiera matado a toda la humanidad; y, quien salvara una vida, sería como si hubiera salvado las vidas de toda la humanidad”.
En el Levítico, la tradición judía enseña: “... es posible definir la Kedushá -santidad- como el nexo de vida, la energía que otorga existencia, que emerge desde el plano espiritual y se va canalizando por el resto de los planos de existencia”.
Y el Evangelio de San Mateo pone en boca de Jesús la definición de la santidad cristiana: “... porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me recibiste en tu casa; estaba desnudo, y me diste tu ropa; enfermo, y me visitaste; en la cárcel y fuiste a verme. Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?....Y el rey les dirá: cuanto hiciste a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hiciste”.
Las tres citas de los libros sagrados se pueden aplicar a esos dos curas, sin necesidad de ser creyente. Tienen que ver con la moral.
La vida humana es un valor esencial para las tres religiones monoteístas. Y el respeto por las personas es el valor que puede garantizar la convivencia en una civilización como la actual, en la que reinan el escepticismo y el pragmatismo.
Sólo cada uno conoce la intimidad de su conciencia. Para el creyente, también Dios. La Iglesia Católica decidirá si ellos merecen alguna vez figurar en la iconografía de los héroes cristianos.
Para el pueblo, su recuerdo permanecerá indeleble, por lo que hicieron, que fue extraordinario.
Ernesto Martearena murió como un mártir, porque se jugó entero en un ambiente donde, a veces, se mimetizan los criminales. Chifri murió en la flor de la edad y ahora descansará para siempre entre la gente a la que dedicó lo mejor de sí. Sus vidas, vividas con intensidad, compromiso y entereza, los convirtieron en seres extraordinarios.