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Los conflictos que muestran las fortalezas y debilidades de nuestra democracia

Sabado, 08 de diciembre de 2012 21:08
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En los últimos tres meses la democracia argentina experimentó enormes tensiones que, de alguna manera, se sumaron a añejos conflictos políticos y económicos.

A lo largo de este corto y agitado trimestre, la ciudadanía diseñó y transitó canales autónomos a través de los cuales expresó su malestar ante un estilo de gobernar y ante la ausencia de soluciones a problemas acuciantes como la inflación y la inseguridad. Por encima de matices, la multitud auto-convocada rechazó, sobre todo, los intentos de manipular la Constitución para perpetuarse en el poder y las concomitantes amenazas a las libertades.

Los trabajadores organizados, en sintonía con aquellas manifestaciones, recurrieron al derecho de huelga para peticionar la mejora de sus rentas (afectadas por la inflación y los impuestos), para exigir la apertura de un diálogo en donde estén representadas todas las estructuras que habitan el pluralizado mundo sindical y, también como no-, para influir en el diseño del mapa político argentino.

Mientras, los desocupados y las personas en riesgo de exclusión constatan el deterioro del poder de compra de las ayudas sociales; muchos de ellos no desean seguir viviendo de una manera que los hace dependientes condenándolos a la marginalidad. Si bien esta inquietud aun no se desborda por calles y plazas, no deja de ser una requisitoria que exige una respuesta urgente y meditada.

A su vez, las encuestas y otros indicadores del clima social revelan la creciente preocupación de los ciudadanos por los ataques que desde el vértice del Poder se dirigen a la independencia de los jueces, y por la férrea decisión del Gobierno de interferir en la libre circulación de ideas a través de una pretendida democratización de la prensa, forzada, conducida y controlada desde un Estado definitivamente al servicio de una opción sectaria.

Estas manifestaciones de descontento colectivo que, en realidad, construyen los imprescindibles límites a un poder que se sueña extenso y eterno, son posibles tanto por el imperceptible pero potente proceso de educación democrática que vivimos, como por la sabiduría de nuestra Constitución que alienta y garantiza ese mismo proceso. Si se deja de lado la propaganda oficial que tacha de “destituyente” cualquier atisbo opositor, es difícil encontrar en la historia argentina un período donde el descontento haya respetado tanto, en las palabras y en los hechos, el ideario democrático.

Nuestras debilidades

Ingresando en este lábil terreno señalaría, en primer lugar, la transitoria inexistencia de estructuras y de liderazgos políticos en condiciones de expresar y dar cauce constructivo a la nueva agenda que construye una mayoría no tan silenciosa.

Pero, en estrecha relación con esta, nuestra democracia sufre otra carencia esencial: La de un conjunto congruente de ideas, razonablemente fundadas, suficientemente debatidas y comunicadas al cuerpo electoral, y en condiciones de articular un Programa que guíe a los gobernantes que habrán de surgir de las elecciones generales de 2015. Tras casi una década en donde la mayoría gobernante logró imponer un “relato” que demoniza las ideas contrarias y pretende que solo hay “un” camino, las fuerzas políticas del futuro tienen hoy el desafío de construir ese programa y rodearlo del más amplio consenso posible.

Estas carencias seguramente ralentizarán la necesaria renovación de nuestras prácticas políticas, harán difícil el camino hacia 2015 y, probablemente, darán pie a que determinadas corporaciones adquieran un protagonismo indebido. Los asuntos de la política son asuntos de ideas y no de intereses organizados; asuntos de los ciudadanos en tanto tales y de quienes aspiren a representarlos, y no de los así llamados poderes fácticos.

Aún a riesgo de parecer reiterativo, quisiera alertar, una vez más, contra otra de las debilidades de nuestra vida política. Me refiero al odio que ha protagonizado largos ciclos de nuestra historia como nación independiente; un protagonista indeseable, pero recurrentemente convocado por los argentinos sin distinción de banderías políticas.

Una de las mayores dificultades que a toda sociedad civilizada plantea la presencia de este incómodo compañero de viaje, es que suele presentarse casi siempre oculto bajo ropajes benéficos o justificarse en función de ideas y objetivos superiores. Tengo para mí que el odio en sus manifestaciones raciales o ideológicas es una energía mortífera que destruye personas y comunidades. El odio, como la violencia (que no es sino una de sus formas de actuación), destruye el diálogo y, por ende, la política.

La irrupción del odio en la vida política de las naciones adquiere extrema peligrosidad, cuando algunos de los actores políticos (en realidad, los legalmente dotados de facultades formales) deciden ejecutar sus designios apelando a los jueces o a otros altos poderes del Estado.

Por tanto, uno de los grandes desafíos que deberán afrontar quienes a partir de 2015 asuman la responsabilidad de gobernar, será precisamente reparar las heridas abiertas por los profetas del odio y sus sacerdotes.

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