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Conocí a “Caballo i’Palo” cuando era un niño. Era un hombre diminuto que paseaba por las calles de Cerrillos montando en su caballo imaginario. En un palo, había adosado una cabeza de caballo hecha con papel y cartón pintado. Y sobre el supuesto lomo usaba una diminuta montura de cuero. El caballo tenía cabezal, freno y riendas con adornos de plata armados con el papel de aluminio de los cigarrillos.
Casi siempre iba al trote con un jarro en la cintura. Hasta mediados de los ’60 supo trajinar los caminos rurales de Cerrillos aunque muchos afirman que alguna vez lo vieron pasear por Quijano y Rosario de Lerma. También en Salta fue muy conocido, sobre todo por quienes merodeaba por el Mercado San Miguel o la calle Pellegrini.
Imitaba gestos y costumbres del hombre de campo, y conocía algunas reglas básicas de urbanismo. Se sacaba el sombrero cuando ingresaba a un lugar cerrado, sea iglesia, bar o bodegón. Los domingos escuchaba misa, pero antes de ingresar al templo ataba su caballo en el árbol de la comisaría. Es que muchas veces los changos le habían escondido o robado su equino de palo.
Y cuando salía de misa montaba su corcel y al trote daba unas cuantas vuelta alrededor de la plaza, siempre por la calle. Al final, como todos los parroquianos, terminaba en un bodegón del pueblo. Allí nunca faltó quien le convide una empanada, un picado o un trago de vino. Tampoco escaseaban los que para divertirse lo hacían tomar de más, pues cuando se “chispeaba” le gustaba hacer bellaquear su animal. Y si le pedían, de inmediato salía a la vereda y con cara de enojado, se acomodaba el sombrero, ajustaba las espuelas de tapitas de cerveza y montaba. De pronto salía a los saltos, replicando los movimientos de la doma, como si los hubiese estudiado. Y mientras balanceaba el cuerpo, su brazo derecho castigaba entre sapucay y aplausos que lo enfervorizaban.
Nunca pude saber dónde vivía “Caballo i’palo”. Hay quienes aseguran que era de Colón, a 4 km de Cerrillos, y otros, que era de La Silleta. Lo cierto es que lo conocí en Cerrillos a fines de los ’40, y de allí desapareció misteriosamente en los ’60.
Pero antes de morir “Caballo i’Palo” tuvo un topamiento misterioso. No se sabe dónde ni cuándo fue, pero lo cierto es que un día se encontró con Gustavo “Cuchi” Leguizamón y Jorge H. Román. Ellos lo inmortalizaron, el “Cuchi” escribiendo “Presencias sonoras” y Roman, ilustrando aquel memorable encuentro. Era 1962.
Presencias Sonoras
“Alguna vez, transitando perdidos callejones rurales, nos encontramos de pronto con una alegre y amplia sonrisa de choclo tierno, con unos ojos húmedos y expresivos que nos contagian su pura inocencia animal. Es el sonoro encuentro con el opa, el hombre simple, sin siembras intelectuales, ese gran alambique humano del tiempo provinciano, empozado y fresco, maduro de gracia, sin inauguración ni edad, resuelto a esperar lo que nunca vendrá, y dado a vivir con la esperanza de los bichos y las flores.
Lo escuchamos hablar y ese ritmo pausado y el tono de su voz, parecieran tener un extraño color amanecido, ligeramente madurado por el ocio profundo y permanente que tanto lo enaltece. Podríamos decir que guarda en su alma desolada una canción desmemoriada, donde su permanente infancia ejercita la juguetería sonora de la que se nutren su lenguaje y sus ademanes, siempre en alto, como si quisiera hacerlo crecer hasta el cielo, donde su tiempo está detenido en el sueño de los chocolatines y los juguetes de palo.
Se nos ocurre que esos gestos anchos y expresivos, se miran sin cesar en el eco sostenido de su permanente asombro. Solo así podemos comprender cuando vemos en tupido monte a sus intenciones verbales, morir silenciosas en su boca sin llegar a expresarse, como si se hubieran despeñados en el infinito.
Sus días se registran en un almanaque propio, donde las jornadas del sentimiento y la sangre mueren tal vez en el estanque universal de la música.
Afirmaríamos con acierto que se trata de un director de una gran orquesta subterránea, que solo suena en su alma y a la cual dirige en profundo silencio, con la antorcha calcinada de sus pulcros huesos.
Su pausado andar pareciera pretender desenvolver el ovillo del tiempo sobre el camino, donde su sombra suena como un instrumento cansado y siempre triste.
Resulta a veces su esperanza, sacando cuentas, un terreno baldío, donde las luces mortecinas de la vida lo llevan hacia las alcantarillas abandonadas, donde su alma transparente recoge papelitos, piedras bonitas y hasta plumas de pájaros muertos.
Para sus cristalinos sueños están las grandes cataratas que nunca vio, el prado de las flores, el mundo sonoro de las aves y hasta el ignorado mar, que él pretende recogerlo todo en el jarro enlozado que siempre lleva colgado de su cinto.
Cuando despierta, advierte que el tiempo se ha detenido para esperarle, que aún no hay nadie en el mundo y brota su alegría para el paisaje, justamente cuando el perro gasta su tiempo en lamerse y las gallinas en escarbar la tierra.
Silencioso y ensimismado se levanta y en un profundo y prolongado bostezo desarruga la eternidad, allí mismo donde Dios aparece todos los días, con una nueva cuenta para los demás”.