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Tenemos que reemplazar la extorsión por el orden legal

Sabado, 14 de abril de 2012 23:42
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Al decidir irse a vivir a un lugar con custodia militar el intendente de Tartagal, Sergio Leavy, puso en evidencia un hecho alarmante, que es la presencia de grupos que ejercen la acción directa, motivados por intereses meramente personales y con métodos delictivos.
El piqueterismo surgió en los años noventa como manifestación de una crisis social; apelando a métodos compulsivos -el corte de ruta, por ejemplo-, los piqueteros fueron generando nuevas formas de reclamo que pasaron por alto las leyes vigentes y las organizaciones políticas y gremiales reconocidas.
El sistema de decisión es el de las asambleas, una supuesta democracia directa donde suelen prevalecer, como en ningún otro órgano deliberativo, las presiones y los condicionamientos a la voluntad individual.
De ese modo, los piquetes no resolvieron nada. Igual que los cacerolazos de 2001, son manifestaciones desesperadas que nada tienen de propositivo.
Hoy solo aportan anarquía e ilegalidad sistemática.
Hace tiempo que el país superó el nivel traumático de la crisis de fin de siglo, aunque no se satisfacen de ningún modo las necesidades de inversión y de empleo genuino.
Parte de la crisis se resolvió con la distribución de planes sociales, que son pan para hoy y hambre para mañana. El dinero del Estado surge de los impuestos que, sin excepción, provienen del sector productivo.
Algunos dirigentes piqueteros, muchas veces propietarios de automóviles de alta gama, pretenden mantener el régimen de presiones y se convirtieron en profesionales de la extorsión.
Son pocos, no representan a nadie, pero hacen daño y generan inseguridad.
La inversión productiva requiere seguridad jurídica, expresada en leyes estables y pensadas para el largo plazo, que sean observadas por todos y que los poderes del Estado cumplan y hagan cumplir.
Ceder a los piqueteros es una debilidad del Estado, como lo son también los hábitos nocivos de modificar compulsivamente las leyes y los proyectos regionales.
También es cierto que la ley se respeta poco en nuestra región de fronteras. Muchos crímenes de características mafiosas o los atentados como el que sufrió hace unos días un dirigente gremial de Salvador Mazza constituyen un llamado de atención muy severo. Lamentablemente, se trata de un problema que solamente se lo toman en serio los que lo viven en carne propia.
La nuestra es una frontera vulnerable. Además del fenómeno del narcotráfico, cuyo incremento es evidente y hace que los especialistas de todo el mundo miren con preocupación el límite argentino boliviano, el contrabando de mercaderías en ambas direcciones es aceptado con naturalidad, como si no se tratara de una economía paralela, en negro y emparentada con otras formas más virulentas del delito.
El dato relevante está en la fragilidad del Estado.
Mientras que algunos dirigentes piqueteros se permitan amenazar a los intendentes que no se prestan a sus juegos ilícitos y, al mismo tiempo, condicionen a cualquier inversión productiva imponiendo el pago de sueldos a personal no capacitado, nadie va a apostar al desarrollo del norte salteño y se seguirá tapando el drama de la desocupación con el pago de subsidios.
Frente a esa realidad, el Estado debe asumir como propios los problemas graves del desempleo y la insuficiencia de la educación.
No se trata de lo que pueda hacer un gobernador o un intendente, sino de que se asuma el desarrollo regional como una política de Estado. Tampoco es una especulación teórica, es lo que piden en forma perentoria los habitantes de los departamentos del norte salteño.
Y no es una utopía. Con seguridad jurídica y física, sin extorsiones delictivas y con un esfuerzo para generar infraestructura de transporte, agua, energía y comunicaciones, San Martín, Orán y Rivadavia pueden producir y exportar gran cantidad de productos que el mundo está demandando.

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