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La reina del nevado del Acay

Sabado, 02 de junio de 2012 21:47
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 Hay una pila de tola en la entrada, que brindará leña por varios días, hasta que don Pedro Cruz traiga del cerro, fajada a sus burros, una nueva ración del combustible típico de la zona. Un poco más arriba ya solo crece la yareta y el cuerno, pero hay que sacarlos con pico. Mientras tanto “hay de sobra” para que Reina Isabel Olmos, de 80 años, mantenga siempre prendido el fuego de la cocina petisa, adornada con sillas enanas para escaparle al humo que sobrevuela a media altura y se fuga por la única ventana.

Desde ese cuarto, que el hollín y el tiempo dejaron negro, emerge la figura de la pastora, tocaya de una monarca inglesa. Al fondo de la casa, el nevado de 5.750 metros de altura.

“La trae mi marido del cerro, porque la tola de acá está verde. Como no llovía, ya no había leña, todo se había secado. Pero ahora que ha llovido mucho ha vuelto la tola verde. En el verano el Acay dejó todo blanco por acá. Bajaban los ríos por ahí y por allá también venía el agua”, dice la Reina Isabel señalando con su bastón de palo.

El puesto se llama Incahuasi y tiene una parada de colectivo sobre la ruta nacional 51, entre Santa Rosa de Tastil y el Abra Blanca.

Ella tiene un sombrero de gaucho color adobe, con un barbijo fino de lonja curtida, sujetado al nudo del pañuelo, que le cubre el resto de la cabeza por la nuca y hasta las orejas. Lleva un anillo gastado de cobre y mastica un palillo. Le cuelga como adorno un alfiler de gancho. Usa alpargatas y luce una cinta atada en cada tobillo. Es tímida.

“¿De qué quiere conversar? Yo digo poco. Además no escucho bien”, se excusa. Es que para Reina Isabel, estos no son los días más felices. Los dolores no la dejan caminar y la tienen alejada del mayor de sus placeres: “Estar para el campo”.

El lugar

Nació en Las Cuevas, un paraje cerca de Santa Rosa de Tastil, sobre la ruta nacional 51.

“Ahora hay una escuela grande. Yo vivía en la casa de mis padres, donde están los árboles. Ya murieron los dos”, dice. La pastora está nostálgica de su rebaño, al que acompañó y vigiló en esos silencios largos y solitarios de la Puna. Todavía conoce la personalidad de cada una de sus cabras y dice que sus perros también se aburren desde que no sale a pastorear por los cerros. Por eso, cada tanto sube despacio el cerrito junto a las casas y se queda un rato divisando el paisaje que tanto conoce.

“Voy con mis perros, para sentir el fresco”, dice.

“Van a ser 15 años desde que vivo acá. Antes estaban los abuelos de Pedro Cruz, pero ahora han muerto todos. El hombre me ha traído para acá. Él era viudo y yo estaba sola”, cuenta doña Reina Isabel.

Ahora que no puede campear, sus animales quedaron al cuidado de su compañero. “Se fue al puesto, allá para el otro lado, lejos. Ahí se llama Puesto Vislo, son dos horas caminando. Está para el cerro, con las cabras. Ayer tarde ha venido a buscar mercadería y ya se ha ido de nuevo. Se ha llevado queso, frangollo, arroz y mate”, dice.

La familia y el desarraigo

Tiene un hijo que hace años dejó la Quebrada del Toro. “Está en la ciudad casado y trabaja. Un solo nieto tengo y tres nietas. Pero ya son grandes, no vienen para acá. Yo lo visito a veces y a veces él se llega, cuando cobra mi jubilación en Salta, que la viene trayendo”, explica.

Hay unos corrales de pirca para las cabras, “cuando no están para el puesto”. También hay dos potreros pequeños donde se da la alfalfa, la papa y las habas.

Don Cruz baja para las fiestas, en el tiempo del verano. “Él siembra las habas y riega los alfares. Este verano llovió como hace mucho no se veía. Estábamos entre medio del agua. Ha llovido mucho. Como hay mucho pasto para los cerros, ahora la hacienda está gorda, linda”, cuenta.

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