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La decencia según la señorita Elodia

Viernes, 07 de septiembre de 2012 22:06
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La señorita Elodia Carrizo era considerada por las doñas principales del barrio, doña Florencia Velarde y doña Eduviges Elizabide, cuando había quien las escuchase, como una mujer virtuosa. Para el vate Oscar Acuña y para el maestro Delmiro, que conocían los calificativos que sobre la señorita Elodia gastaban en la carnicería de don José y en el almacén del turco Jacinto las respectivas mochas de las mencionadas matronas, aquel elogio les sabía a falso.

Las muchachas, que con toda seguridad repetían lo que les escuchaban a sus patronas en la intimidad de la casa, no la bajaban de “solterona amargada”, y hasta deslizaban que “por algo se habrá quedado para vestir santos”.

Y, sí. La señorita Elodia Carrizo, que se había mudado al barrio hace dos años, cuarentona ya, no se había casado. Vivía con una especie de dama de compañía, la Clotilde. Era ésta una morocha de buen porte, “hembra de pocas pulgas”, como decía el vate, que la atendía con solicitud. La Clotilde era de pocas palabras. Sólo el saludo, y basta. Y eso, por supuesto, irritaba a las mochas que le sacaban el cuero que era un contento.

La señorita Elodia era una buena moza, condición que no conseguían ocultar la ropa oscura que usaba, el cabello recogido en rodete, y la ausencia de maquillaje. Don José, el carnicero, que de eso algo sabía, opinaba que “es una pena desperdiciar así la hermosura”.

Las dos mujeres no se daban con nadie, a excepción de Doralba, la hija mayor de doña Eduviges, que un domingo, al finalizar la misa en el Seminario, se les acercó y les dio la bienvenida al barrio. Doralba después comentó que la señorita Elodia era muy dulce y simpática; lo único, dijo, “es que parece vivir en otra época, en un mundo de inocencia. ­De no creer!”.

Con los días, otra excepción fue don Tino, un vecino sesentón y jubilado, que al notar que la señorita Elodia tenía dificultad para cerrar y abrir la puerta de su casa, se ofreció para arreglarla. Y lo hizo en un santiamén.

A él acudieron una mañana la señorita Elodia y su servidora, Clotilde. Vea señor Tino, se animó la señorita Elodia. Venimos a pedirle consejo. Nosotras somos solas, y nos aburrimos mucho. Quisiéramos tener alguna ocupación para entretenernos. Díganos, ya que tenemos un fondo grande, ¿criar gallinas es muy engorroso? Para nada, contestó el buen vecino. Además, con ellas tendrán carne y huevos asegurados. Yo me ofrezco a construirles el gallinero.

Cumplió el hombre y, en pocos días, el gallinero estuvo listo para recibir a sus huéspedes.

- ¿Qué clase de gallinas, y cuántas hacen falta, don Tino?

- Yo creo que con un buen gallo y media docena de gallinas, para empezar, estará bien. Le recomiendo comprar Sussex armiñadas, Leghorn o Rhode Island, son muy ponedoras.

- ¿Muy qué son?, preguntó la señorita. Muy ponedoras, que ponen muchos huevos.

Eso fue un lunes. El sábado siguiente Clotilde fue a buscarlo a don Tino. -­Por favor! Pide la señorita que vaya, que lo necesita urgente. ­No sabemos qué sucede en el gallinero!

Don Tino fue y vio lo que pasaba. No sabía si llorar o reírse. Había una tremolina de plumas en el aire, picotazos y cacareo que daba gusto.

-Así están desde que los trajeron de la avícola. ­No sé qué tienen!, explicó la señorita Elodia.

-Pero, ¿qué compró?, preguntó don Tino, casi ahogándose de la risa.

-Lo que usted me dijo: gallinas Sussex. Compré diez en vez de seis. Y diez gallos.

-Pero, señorita Elodia, con un gallo bastaba! ¿Por qué compró diez gallos?

-­Porque son diez gallinas! ­Un gallo para cada una, como debe ser! ­En mi casa no voy a permitir la indecencia de un harén, por más animales que sean!

Lo que acabo de contar es un clásico en el barrio. Desde entonces la virtud e inocencia de la señorita Elodia Carrizo quedaron confirmadas.

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