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La picazón de Cora Padilla

Viernes, 25 de enero de 2013 21:20
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Esa mañana las comadres que, como todos los días, se dirigían a la carnicería de don José y a la verdulería y almacén de ramos generales del turco Jacinto a aprovisionarse, se divirtieron y escandalizaron (más lo primero) leyendo los versos que estaban escritos en hojas de cuaderno estratégicamente pegadas con engrudo en lugares cercanos a los negocios a los que iban.

Los versitos que les provocaban sonrisas y las hacían mosquearse a las doñas, eran estos que a continuación transcribo:

Se rasca Cora Padilla

de la mañana a la noche,

caminando o yendo en coche,

piernas, brazos y costillas.

Resultaría un calvario

si esos fastidios suyos

no los contrajo en los yuyos

sino en el confesionario.

¿A título de qué venían esos versos? ¿A qué apuntaban? Veamos. La señorita Cora Padilla era una cincuentona entusiasta frecuentadora de capillas, sacristías y confesionarios. Era, para no andar jugando con eufemismos, una beata de pies a cabeza y de cabeza a pies. Hay que decir que en el barrio era muy estimada, sobre todo por las comadres mayores, doña Florencia Velarde y doña Eduviges Elizabide.

Desde hace un tiempo la señorita Cora se había convertido en el blanco de todas las miradas pues no podía evitar tener que rascarse en la parte superior de sus piernas, cintura y hasta más allá. Lo hacía con disimulo la mayoría de las veces, pero en otras ocasiones no podía contenerse. Era tema de casi todos los comentarios del barrio.

Doña Eduviges diagnosticó que era “una urticaria”, y le aconsejó que acudiera a doña Anselma. La muchachada, siempre cruel y mal pensada, se inclinaba por asegurar, sin rodeos, que lo que la aquejaba a la señorita Cora era un ataque de esos insectos anopluros, de la familia pediculidos, que el vulgo llama “ladillas”.

Cuando aparecieron los mencionados versitos, doña Eduviges reunió a las comadres bajo su mando y les dijo que “desconsuela y da miedo comprobar que la honra de una persona tan distinguida y devota como la señorita Cora Padilla, puede ser mancillada por un calumniador tan desalmado como el autor de esos repudiables versitos. ­Ya saben a quién me refiero!”. Por supuesto que se refería al vate Oscar Acuña, que si bien tuvo éxito con sus coplitas, cosechó un rotundo revés en su relación con su novia Doralba, hija de doña Eduviges, que lo retó feamente:- ­Es una canallada lo que has hecho con Corita! ­No sé si alguna vez te voy a perdonar! ­Y que no te encuentre mi mamá porque la pasarás mal!

Varios días anduvo el vate de capa caída, melancólico y furtivo, lejos de su amada, y sintiendo el reproche de gran parte del barrio.

Pero una noche, en el Ateneo, el vate fue redimido por el Negro Espeche, que al verlo entrar le gritó:- ­Vate, vení, entérate! ­Te vas a caer de antarca!

Y esto dijo:-Ustedes saben que mi novia, la Lucía, trabaja en el consultorio del tordo Regules, en la Rivadavia. Anoche fui a buscarla a la salida del laburo justo cuando salía la señorita Cora. Le pregunté a la flaca qué le pasaba a la veterana. Nada del otro mundo, me dijo, pero casi hace un escándalo porque se resistía a que el doctor la revisara. Tuve que hacerlo yo. ¿Y sabés que tenía? ­Eso que vos y tus amigos decían! Con la loción que le recetó el doctor estará como nueva en dos o tres días.

Cuando doña Eduviges lo supo, comentó bajito:-­Ya ni en las vírgenes se puede creer!

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