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A treinta años de la primera elección que marcó el comienzo del difícil camino para la recuperación de la libertad, de la democracia y de las instituciones republicanas que deben garantizarlas, hoy se dibujan en el horizonte estas cuestiones centrales: cumplir con tareas aún pendientes, afrontar nuevos desafíos, neutralizar nuevas amenazas a la convivencia, e impedir los intentos de distorsionar el sistema.
Estas tres largas décadas deben servir para construir una democracia madura, consolidada y, a la vez, decantada de errores, perfeccionada, exigente consigo misma y renovada. El 30 de octubre de 1983, con la elección de Raúl Alfonsín, el país comenzó a respirar un aire de libertad que no debimos confundir con la repentina y mágica solución de los graves problemas, pero sí ver en ella una puerta abierta para encararlos.
Podemos aplicar a la Argentina lo que acaba de decir el escritor español Antonio Muñoz Molina al recibir el Premio Príncipe de Asturias: Ese aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 30 años después. Ello “constituye el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia entera de nuestro país”.
Ninguna generación de argentinos nació, creció y se hizo adulta respirando ese aire, que perciben como natural, no como excepcional como lo sentimos nosotros.
Estos treinta años de duro aprendizaje, sembrado de obstáculos, marcado por errores y aciertos, con riesgos de retroceso y de amenazas de quebrantar las instituciones, nos mostraron con la fuerza de la razón que democracia y libertad son inseparables, que una implica necesariamente la otra.
Estos años también probaron que no es posible un país realizado si sus hombres y mujeres no se realizan como personas y como ciudadanos libres.
La libertad no puede ser reducida a una palabra separada del ejercicio efectivo y cotidiano de todas y cada una de las libertades que la Constitución Nacional consagra. Libertad y democracia aparecían, y aún aparecen, mencionadas en las constituciones de regímenes totalitarios que no respetan la libertad ni practican la democracia. Hoy los partidos de extrema derecha de Europa invocan esas palabras para desvirtuarlas, destruyendo sus valores.
Recordar estos treinta años de democracia no debe ser una simple invitación a la nostalgia.
Estos años deberían imponernos la obligación, no solo política sino también ética, de reflexionar, de hacer un severo ejercicio de autocrítica y de comprometernos en la tarea de pensar, con sentido constructivo, en las tareas pendientes y en los nuevos desafíos, sin perder de vista esas nuevas amenazas.
A diferencia de lo que ocurrió a lo largo del siglo XX argentino, esas amenazas no proceden solo desde afuera del sistema democrático. El hecho nuevo es que también han comenzado a venir desde su interior. Estamos más prevenidos de las que vienen de afuera pero no de las que pueden surgir desde dentro del sistema democrático. No se trata de instalar fantasmas ni de cazar brujas o cavar un abismo entre “amigos” y “enemigos”. “El primer enemigo de la democracia es la simplificación, que reduce lo plural a único y abre así el camino a la desmesura”, dice Todorov, en su nuevo libro “Los enemigos íntimos de la democracia”
Tampoco de alentar miedos sino, simplemente, de tener conciencia de tales riesgos para conjurarlos mediante el ejercicio de las libertades, la denuncia de los abusos de poder y de los delitos de corrupción; el respeto a los límites, al equilibrio de los poderes y a las instituciones de la Constitución. En 1983, diez años después del abrazo Perón-Balbín y de las elecciones que llevaron a Perón a su tercera presidencia, y al país a alimentar la esperanza de una Argentina en paz y libertad, frustrada por el terror y la violencia, esta esperanza renació. No se frustró por la violencia, como entonces.
Aunque desencantada y fatigada, esa esperanza todavía espera.