El 20 de febrero por la tarde, luego de la victoria, se presentó ante Belgrano el coronel realista Felipe de La Hera. Lo hizo para comunicar formalmente la rendición de su ejército al mando del general Pío Tristán. Después de oír atentamente, don Manuel le espetó: “Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana, y que estoy pronto a otorgar una honrosa capitulación. Que haga cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos ocupados por sus tropas; que por mi parte, voy a mandar que se haga lo mismo en todos los que ocupan las mías”, recuerda Paz en sus Memorias.
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El 20 de febrero por la tarde, luego de la victoria, se presentó ante Belgrano el coronel realista Felipe de La Hera. Lo hizo para comunicar formalmente la rendición de su ejército al mando del general Pío Tristán. Después de oír atentamente, don Manuel le espetó: “Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana, y que estoy pronto a otorgar una honrosa capitulación. Que haga cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos ocupados por sus tropas; que por mi parte, voy a mandar que se haga lo mismo en todos los que ocupan las mías”, recuerda Paz en sus Memorias.
La Hera no podía creer lo que escuchaba. Ellos, los realistas, que habían cometido toda clase de tropelías y atrocidades en el Alto Perú, ahora, después de la derrota, los trataban con consideración y respeto. La actitud de Belgrano lo sorprendió. Quizá esperaba de él, una reacción similar a la que habían tenido los porteños luego de la victoria de Suipacha, colmada de abusos y crueldades.
De todos modos, la tarde del 20 de febrero “quedaron compuestas las paces -dice Frías-, que las firmó Belgrano en ese mismo campo de la Tablada de Salta, a quien llamó en adelante “Campo del Honor...; y Tristán por la noche de ese mismo día, con sus principales oficiales”.
Según lo pactado, el ejército real saldría al otro día (21 de febrero), a rendirse en el mismo campo donde había luchado, jurando no volver a levantar armas contra las Provincias Unidas. Más aún, sus hombres quedarían libres, sin condición alguna. Por la noche, los dos ejércitos permanecieron en los lugares donde los había sorprendido el alto del fuego. En esa posición amanecieron el 21 de febrero, mientras continuaba lloviendo.
“Cerca de las 10 de la mañana -dice Frías-, el ejército real con todos su soldados hábiles de marchar, incluso el general, se encaminaron a las afueras de la ciudad, que por el norte quedaba apenas dos cuadras de la plaza Mayor (9 de julio). Llevaban las banderas desplegadas, las armas al hombro, la artillería rodando y la caballería con sus sables desenvainados, los jefes a la cabeza de sus cuerpos y batiendo marcha de tambores. Iban a rendirse”.
Mientras tanto, el Ejército de Belgrano esperaba a los realistas en el sitio que actualmente ocupa la plaza Belgrano, donde comenzaba a extenderse el campo de Castañares. Al llegar los realistas, echaron sus armas a tierra frente al ejército vencedor. Bajaron los estandartes y la emblema española fue dejada al pie de la bandera que sostenía Belgrano, la del río Juramento.
“Al fin, -sigue Frías-, tocóle el turno de rendirse al general del rey. Tristán apeóse del caballo y avanzó hacia Belgrano para entregarle su espada..., pero cuando hizo el ademán, don Manuel le extendió los brazos y ambos se confundieron en un prolongado abrazo”.
Mientras tanto, cientos de niños, hombres y mujeres, de a pie y a caballo, observaban juntos a la tropa, los detalles de tan emotiva ceremonia. Luego, los vencidos se encaminaron en tropel hacia la ciudad para guarecerse en sus cuarteles. Pero ésta ya estaba totalmente ocupada por los patriotas.
Es que mientras los realistas se rendían, Superí con sus tropas habían ocupado el resto de los edificios.
Luego ingresó a la ciudad el general Belgrano con su ejército.
Lo hizo a paso de vencedor por la calle de la Merced (la actual 20 de Febrero), dobló por la del Yocci (la calle ahora llamada España), que fue llamada desde entonces “Victoria” por su elevado significado tras el triunfo, y tomó hacia el naciente hasta llegar a la plaza Mayor.
Lo acompañaba en su paso tranquilo la banda de música mientras mostraba “un semblante grave y tranquilo”, dice Frías.
Conduciendo la flamante bandera nacional, iba el coronel Martín Rodríguez, quien la subió al cabildo tras dar tres vivas a la patria, mientras las campanas de la ciudad echaban a vuelo.
Después del júbilo y los alborozos, Belgrano dispuso que los muertos en la batalla, de un bando y otro, fueran sepultados en una misma fosa. Posteriormente, se dio gracias a Dios por la victoria “cantando el Tedeum -según cuenta Paz en sus Memorias-, en la iglesia de San Francisco, por hallarse la catedral (la iglesia de los Jesuitas), cubierta de sangre y heridos, despojos de la batalla”.
El especial pedido a Tristán
“En el transcurso de la misa -cuenta Roque López Echenique-, Belgrano sintió las molestias que le producía la úlcera de estómago. Y cuando regresaba a pie por la calle del Comercio (Caseros) con Díaz Vélez, Dorrego y otros oficiales, pasó frente a la casa de la realista doña Liberata Costas de Gasteaburu, al lado del Cabildo (ex Caja de Jubilaciones), donde se hospedaba Pío Tristán. Se paró y sorpresivamente dijo a sus oficiales: “Sigan que yo entro a tomar una taza de caldo con Tristán”. Ingresó a la casa y desde el zaguán exclamó: “¡Tristán, que me traigan una taza de caldo, pues he salido indispuesto del Te Deum!”. Al escuchar estas palabras, acudieron presurosos la dueña de casa con Tristán para recibir a Belgrano.
El caldo fue servido personalmente por doña Liberata y Belgrano lo bebió con toda confianza. Después, la dueña de casa le ofreció a don Manuel, un racimo de uvas de su patio, recién cortadas, las que al gustarlas el General exclamó: “Misia Liberata ¡qué exquisitas uvas!” a lo que la señora respondió sonriente: “¡Son godas, mi General!”.
Recordando estas escenas muchos años después, doña Liberata fue preguntada por uno de sus nietos (padre de López Echenique) si Tristán se mostró agradecido por la actitud de Belgrano, respondiendo que efectivamente, Tristán nunca olvidó la nobleza y generosidad de su ilustre vencedor, no tan solo con él y sus oficiales, sino con todos los vencidos...”. Así pasó el día después del 20 de febrero de 1813; Belgrano curando sus males y Tristán, preparando su retirada.