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La Presidenta y su vocación de decir discursos sin debates

Sabado, 09 de marzo de 2013 22:02
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A diferencia de lo regímenes parlamentarios, el formato presidencialista argentino no contempla la celebración de debates entre el primer magistrado y los legisladores. Esta opción empobrece nuestra democracia, impide contrastar las manifestaciones vertidas desde el vértice del poder, y relega a las fuerzas opositoras al deslucido papel de oyentes sin derecho a réplica. Desde 1854, los presidentes elegidos democráticamente abrieron el año legislativo siguiendo un patrón discursivo riguroso y solemne. Doña Cristina Fernández de Kirchner rompe con los precedentes al introducir giros propios de charlas de café, de asambleas estudiantiles o de mítines callejeros.

Esta innovación dialéctica provoca el delirio de su séquito, y resulta del agrado de muchos que la reciben como algo festivo y “progresista”. Soy de los que prefieren que la solemnidad y el buen tono rodeen este tipo de actos. Que la Presidenta, ante la Asamblea, llame a funcionarios por sus apodos (“el Pato”, “la Betty”, “el Ruso”), o que cite a su antecesor en el cargo como “El” y se autodefina como “la Nena” suena a impostura populista. Cuando la mandataria, abusando de sus reconocidas dotes parlamentarias, opta por la improvisación, resta rigor al discurso y permite que se cuelen frases impropias de su investidura (“siempre he querido tener la razón”, “yo lo odiaba, tenía ganas de matarlo”, “me niego al protocolo”, “odio la demagogia y el aplauso fácil”). Resulta curioso que la Presidenta introduzca acusaciones a ausentes y, acto seguido, cuando sus fieles silban y patalean, ella misma les recrimine: “No, no, no. No silben a nadie, por favor”. Se trata, claro está, de un intercambio teatral en el que quien recrimina y los recriminados juegan y se divierten.

Sin embargo, al abordar la reforma de la Justicia, la Presidenta pareció ceñirse a las indicaciones de la Constitución. Su diagnóstico de lo que sucede en el Poder Judicial de la Nación y en los tribunales de varias provincias (Salta entre ellas), fue preciso: politización, morosidad, opacidad, endogamia. Tiene razón la Presidenta cuando al aludir a la mora judicial afirma que “si uno sigue siendo culpable sin siquiera estar condenado, termina siendo culpable mediáticamente y sin poder defenderse”. Pero omitió autocriticarse: no habló de las injerencias del Poder Ejecutivo en el fuero penal federal y en el Consejo de la Magistratura. Tampoco se refirió a los jueces subrogantes ni a las presiones que su gobierno ejerce sobre otros tribunales encargados de analizar actos oficiales.

Necesitamos jueces independientes de los gobiernos y de las opiniones públicas proclives al linchamiento. En realidad, para ser creíble en su propósito de democratizar la Justicia, la Presidenta debería dar muestras inequívocas de su voluntad de prescindir de los “señores Fernández” y de toda “operación” para forzar la voluntad de los magistrados independientes. Pero nada indica que esté dispuesta a hacerlo; y ese es el problema.

Su idea de someter la elección de representantes de jueces, académicos y abogados al voto popular no debe descartarse. Esta reforma contribuiría al objetivo, siempre que: a) se prohíban las listas sábanas y se potencie a las minorías; b) el acto electoral no coincida con aquellos donde se eligen cargos políticos, y c) se reforme la ley para reducir la influencia del oficialismo en el Consejo de la Magistratura.

La segunda idea positiva propone trasparentar la actuación de los jueces, haciendo públicos los registros de causas entradas, pendientes y resueltas. Tal medida impediría alterar el orden de las sentencias para favorecer a los abogados influyentes y permitiría que los ciudadanos pudiéramos medir la eficiencia de los jueces.

Acierta también la Presidenta cuando propone terminar con la endogamia y el favoritismo a la hora de decidir los ingresos de funcionarios y empleados judiciales. Por supuesto, tan buena intención requiere que todos los ingresos a planta se realicen mediante concurso público a cargo de tribunales independientes.

La idea, que no concretó, de rescatar la ley de ética pública e integrar la comisión prevista, si se une a la efectiva vigencia del derecho a acceder a la información pública, contribuiría a la lucha contra la corrupción. Su afirmación de que no es fácil encontrar personas intachables para conformar la comisión carece de sustento y ofende a la ciudadanía honrada; bastaría con buscar personalidades fuera de los círculos áulicos.

Donde la Presidenta abandona las preocupaciones institucionales para afirmar su mezquina y peligrosa estrategia hacia el poder absoluto es en las propuestas de creación de Cámaras de Casación y de regulación restrictiva de las medidas cautelares.

En resumen: un discurso caudaloso, omisivo, “fubista”, cargado de inexactitudes estadísticas, con frases impropias de la investidura y del momento, y con una interesante propuesta teórica de reforma judicial que choca con las prácticas de la década kirchnerista y con la notoria vocación hegemónica de la Presidenta.

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