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El Papa, a la conquista de China

Sabado, 11 de mayo de 2013 01:33
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La simultaneidad entre la elección del cardenal Jorge Bergoglio como 266§ Papa de la iglesia Católica y la asunción de Xi Jinping como nuevo presidente de China es una casualidad llena de sentido. La coincidencia entre ambos relevos preanuncia novedades de importancia, porque la evolución del vínculo entre la Santa Sede y el régimen de Beijing es una de las claves de la política mundial de los próximos años. El país más poblado del mundo tiene alrededor de 1.350 millones de habitantes, una cifra equivalente a la cantidad total de fieles de la iglesia Católica, que es la institución religiosa más numerosa a nivel global. Pero Beijing no tiene relaciones formales con el Vaticano, que es el estado más pequeño de las Naciones Unidas. La Santa Sede es una de las sólo veintitrés entidades soberanas que conservan vínculos diplomáticos con Taiwán.

Las relaciones entre el Vaticano y China empezaron a deteriorarse en 1949, tras el ascenso de Mao Tse Tung y se interrumpieron oficialmente en 1951, cuando el Vaticano reconoció a Taiwán. En 1957, Beijing creó la iglesia Patriótica Católica, administrada por el Estado, que fundó seminarios, ordenó sacerdotes y consagró obispos que son desconocidos por Roma.

Desde entonces, la grey católica está tensionada entre la lealtad al Estado y su obediencia espiritual al Papa. Existe una iglesia admitida legalmente por el Estado y otra reconocida por la Santa Sede, pero virtualmente clandestina. Sin embargo, esa fractura presenta variados matices. Ninguna de las partes ha ido realmente a fondo en la confrontación.

Esto explica por qué el 80% de los obispos designados por la iglesia Patriótica fueron luego reconocidos por el Vaticano. Mientras tanto, el número de obispos clandestinos (consagrados por la Santa Sede sin aprobación de las autoridades comunistas) es incierto, pero se calcula que son más de 50.

Revalorización de la religión

Los altibajos en el vínculo entre Beijing y el Vaticano son parte de los cambios exhibidos en la política del Partido Comunista Chino sobre el fenómeno religioso. Con Mao, prevaleció el ateismo militante. Con la apertura impulsada por Deng Xiao Ping, hubo una liberalización, signada por el pragmatismo político.

El Gobierno chino colabora con las iniciativas de las congregaciones religiosas que supongan beneficios concretos para la población. Esto explica su respaldo a los monasterios budistas que en las zonas rurales se encargan de la educación de los niños o a la red de hogares de ancianos impulsada por sacerdotes católicos.

En la actualidad, un equipo formado por un centenar de investigadores de la Academia de Ciencias Sociales de Beijing estudia la relación entre la prosperidad económica y la religión protestante en el mundo anglosajón, especialmente en Estados Unidos. Para los expertos chinos, es fundamental estudiar la tesis de Max Weber sobre “la ética protestante en el origen del capitalismo”, para saber si un avance del protestantismo puede impulsar el espíritu empresario de la población.

Pero a pesar de la tendencia hacia una mayor libertad religiosa, la propagación del catolicismo en particular tropieza con un obstáculo adicional: el recelo con que Beijing observa la subordinación de la jerarquía católica a lo que considera un poder extranjero, como es la autoridad del Vaticano. Algo parecido sucedía hasta principios del siglo XX en Estados Unidos.

Pasado y presente

En China, una civilización milenaria, la historia está siempre presente. A fines del siglo XIII, los tíos de Marco Polo, que estaban en Beijing, recibieron un pedido del emperador Kublai Khan, que pretendía que estos dos prósperos comerciantes venecianos solicitasen al Papa el envío de un grupo de sacerdotes católicos para desarrollar una tarea evangelizadora. El objetivo perseguido por el monarca no era religioso sino eminentemente político. Consideraba que una mayor pluralidad religiosa dentro del imperio le otorgaría mayor poder, porque impediría que una religión dominante adquiriera fuerza suficiente como para condicionar sus decisiones.

En esa ocasión, Roma subestimó la relevancia del interés imperial y desperdició una oportunidad histórica. Fue así que Marco Polo inició su larga travesía hacia China acompañado apenas por dos sacerdotes, quienes ante las dificultades de la marcha se arrepintieron a mitad del viaje.

Recién tres siglos después, el pujante ímpetu misionero de la Compañía de Jesús protagonizó una epopeya evangelizadora que tuvo como actor principal a Mateo Ricci, un sacerdote italiano que vivió en China desde 1582 hasta su muerte en 1610, está enterrado en Beijing y es hoy venerado por la jerarquía comunista.

Estudioso de Confucio, Ricci impulsó un singular sincretismo cultural entre la fe católica y las ancestrales tradiciones chinas que le permitió abrirse camino dentro de la corte del Emperador. Las resistencias que el carácter heterodoxo de esa prédica despertaron en Roma y un paralelo endurecimiento de la actitud de las autoridades chinas frustraron aquella ambiciosa iniciativa, que dejó empero huellas imborrables en las respectivas memorias históricas de las dos instituciones más antiguas del mundo contemporáneo: la iglesia Católica y el Estado chino.

En 2010, al cumplirse cuatrocientos años de la muerte de Ricci, hubo en Beijing una gran exposición conmemorativa, en uno de los principales museos de Beijing, con la presencia de autoridades gubernamentales. La televisión estatal china recordó que “Ricci fue la primera personalidad extranjera en ganar la confianza del pueblo chino e inspirar su curiosidad sobre el mundo occidental”.

¿Un santo chino?

Un Papa no europeo y jesuita, que sostiene que la iglesia Católica tiene que salir hacia “las periferias”, encuentra en esa lejana experiencia un fecundo ejemplo para retomar. Los jesuitas están bien preparados. Ya tienen una delegación de la orden establecida en Hong Kong, territorio chino. En 2007, veintiséis provinciales jesuitas de lengua hispana visitaron China y participaron en un seminario sobre su realidad nacional.

Significativamente, el obispo de Shangai, Jin Luxian, que no casualmente es también un jesuita, decidió impulsar la canonización de Jin Luxian, un estrecho colaborador de Ricci, que es reconocido como el primer católico chino. Resulta probable que para el Papa Francisco un santo chino sea una excelente manera de impulsar un drástico cambio en la relación con Beijing.

Si algo tienen en común el Vaticano y China es su visión de largo plazo y su sentido del tiempo. Ambas no cuentan la historia por años sino por siglos. China es hoy el país en que se registra el mayor porcentaje de conversiones de todas las confesiones religiosas, desde el cristianismo hasta el Islam. No resulta entonces difícil imaginar que antes de que termine el siglo XXI habiten en China, por ejemplo, unos 300 millones de católicos, por lo que el gigante asiático se convertiría en la mayor población católica del mundo.

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