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Salta y las drogas ilícitas que arrasan con muchas familias

Sabado, 08 de junio de 2013 22:09
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Las drogas están destruyendo a jóvenes y niños. Las venden en almacenes, colegios, escuelas, casas, bares y pla zas.

Expertos de institutos de investigación del narcotráfico afirman que en Salta no existe control alguno en esta zona.

El pequeño Pablo sólo atinó a rezar con voz apenas perceptible. Quedó inmóvil en el viejo cantero de la plaza oscura y silenciosa. Su hermano yacía boca arriba con los ojos rojos y mutilados por el frío. Parecía pedir ayuda y al mismo tiempo rechazarla. Así había sido toda su vida. Su brazo izquierdo, marcado por las agujas de una noche interminable, se estiró buscando una caricia, un contacto con la realidad. Todavía hablaba. No sabía lo que decía... pero hablaba. Lentamente giró su cabeza y clavó la mirada en la nada. Pablito no se atrevió a tocarlo. Sentía miedo. Transmitía dolor y sufrimiento. No es lo mismo. El dolor se siente en la piel... el sufrimiento en el alma. Las heridas de la piel se curan... las del alma se disimulan.

Carlitos murió abrazado a su hermano menor, mientras intentaban llegar a casa. Cerró los ojos frente a la parroquia. La del barrio que lo vió nacer 16 años antes. Venía de consumir una mezcla rara de cocaína con vidrio molido. Empezó a discutir con amigos en la misma situación. Le perforaron el estómago con un vidrio roto, le quemaron los pies y lo tiraron en la plaza.

La droga nos hace rozar la muerte cada segundo. Morimos mil veces antes de cerrar los ojos para siempre. Y ni advertimos que estuvimos allí. Pero la droga es también la muerte y el infierno de quiénes nos rodean. Propios y extraños. Porque es delito, es violencia y es odio. Los que tienen el deber de “hacer algo” y “no hacen nada”, son parte del juego macabro. Simulan lágrimas en los estrados mientras, con su omisión, fabrican la muerte de miles de niños más.

Todavía estaba oscuro cuando Pablito llegó a su casa. Su madre, Doña Hilda, como siempre que sus hijos salen, estaba despierta. Tiene 3 hijos más. No tiene marido. Se fue hace mucho. “De eso no se habla” dice. Se hizo cargo de todo y de todos. Carlitos era su debilidad. Su compañero de domingos tristes y solitarios. El confesor de sus miedos y tentaciones. Incansable y solidaria, Hilda es querida y respetada por todo el barrio. Tan dulce y amable como valiente y decidida. Más de una vez “pateó puertas” en “antros” de la droga, durante las noches más oscuras.

Sólo para buscar a Carlitos y llevarlo a casa.

Abrió la puerta y vió a Pablito temblando y abatido. Los ojos se le llenaron de lágrimas y su rostro transmitía una mezcla de tristeza y esperanza. Pablito permaneció en silencio. La abrazó fuerte para no llorar. Venía, con solo 13 años, de cerrar para siempre los ojos de su hermano. “¿Donde está?”, preguntó Hilda mientras daba un giro apurado con su cuerpo y entraba a la casa como buscando algo. “No se apresure mamá”, atinó a decir con voz entrecortada y medio corazón fuera del cuerpo. Hilda frenó su marcha sin volverse.

Salta está llena de drogas ilícitas. Las drogas están destruyendo a nuestros jóvenes. También a nuestros niños. Están arrasando con familias enteran. Las venden en almacenes, en colegios y escuelas, en casas de familia, en bares y plazas. Todo el país observa con preocupación lo que sucede en Salta. En el Congreso de la Nación diputados de otras provincias han presentado proyectos pidiendo informes y pidiendo se combata el comercio de drogas ilícitas en Salta y que se proteja a la población de los narcotraficantes. Expertos de institutos de investigación del narcotráfico afirman que en Salta no existe control alguno y que se está cartelizando la zona.

Los que advierten nuestra situación desde afuera no son improvisados ni difamadores. De todos modos, no hace falta que lo digan. A la hora que transite por cualquier barrio de Salta verá cientos de niños y adolescentes ebrios y drogados. A media mañana, a la tarde, al anochecer y al amanecer encontrará el mismo panorama. Los maestros, los almaceneros, las amas de casas, incluso los repartidores, sienten miedo. Salta ya es considerada una ciudad “insegura”.

Hilda pidió ayuda, pero nunca se la dieron. Llevó a Carlitos a un instituto del Estado, pero le dijeron que no tenían lugar. Inició una acción judicial y un Juez ordenó que lo recibieran y lo trataran. Con orden judicial en mano igual le dijeron que no. Amenaza de desobediencia judicial mediante, lo recibieron con mala voluntad. ¿Sabe que hicieron?. Lo dejaron en una oficina con la ventana abierta al campo militar frente al Hospital Nuevo. Le dijeron que espere allí. Carlitos quería curarse. Esperó 8 horas sentado en la oficina de la ventana abierta. Se cansó y se fue por la ventana. Obvio. A la noche apareció en su casa y a los pocos días estaba nuevamente incontrolable.

Miles de niños caminan perdidos en la oscuridad de los barrios de Salta. Miles de madres intentan salvarlos cada día y cada noche. Madres valientes. Mujeres de hierro que luchan entre el cielo y el infierno. Cuántas de ellas, como Hilda, lloran cada noche sin saber si lo volverán a ver. Pequeños, inocentes y con toda una vida por delante son atrapados por las garras de un monstruo artero y silencioso. Si son atrevidos, como Carlitos, terminarán mutilados en una plaza. Si son sumisos consumirán esa porquería hasta que les explote el cerebro. A los pocos meses quedan idiotizados. Pierden la memoria, no coordinan al caminar y hablan con dificultad. No responden a los estímulos sexuales y sufren depresión y ataques de pánico.

A Carlitos pudimos haberlo salvado, pero dejamos esa ventana abierta al infierno y la muerte. Algunos dicen que si Carlitos salía de la droga hubiese sido el futuro “diez” de la selección nacional. Sus amigos dicen que pateaba como ninguno y que era inalcanzable para los defensores. Otros, más exigentes, consideran que le faltaba velocidad y que no hubiera llegado demasiado lejos como futbolista. De un modo u otro... nunca podremos saberlo.

 

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