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A partir de su llamamiento a favor de la paz en Siria, unido a su firme condena a la utilización de armas químicas, el Papa Francisco se ha erigido, por derecho propio y sólo a seis meses de su elección, en un protagonista de primer nivel de la política mundial. Esta meteórica proyección hizo que en países europeos su figura empezara a computarse entre los posibles galardonados con el Premio Nobel de la Paz, distinción prematuramente otorgada al presidente Barack Obama en 2009, apenas comenzado su primer mandato.
La Iglesia Católica tiene una singularidad política. Es la única confesión religiosa que, a la vez, es un actor diplomático reconocido internacionalmente. La Santa Sede, que es el Estado más pequeño del mundo, ha tejido una densa red de relaciones internacionales. Hay 179 países que tienen hoy relaciones con el Vaticano. Cuando asumió Juan Pablo II, en 1978, sólo eran 84. Entre ellos, no figuraba ninguna de las dos superpotencias, ni Estados Unidos ni la Unión Soviética.
El último reconocimiento diplomático importante fue precisamente el establecimiento de relaciones con Rusia, en 2010, resultado del acercamiento entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa Rusa, registrado durante el papado de Benedicto XVI. Antes, Juan Pablo II había dado una respuesta contundente a la pregunta de José Stalin en la conferencia de Yalta: “¿Cuántas divisiones tiene el Vaticano?”. Estados Unidos había accedido a intercambiar embajadores con la Santa Sede recién en 1998, durante el segundo mandato de Bill Clinton.
En términos diplomáticos, el Vaticano posee también el status de “Estado no miembro observador permanente” en las Naciones Unidas y tiene misiones especiales acreditadas ante Palestina, la Liga de Estados Árabes, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Alto Comisionado para Refugiados (ACNUR).
Entre el reducido lote de países que todavía no formalizó vínculos con el Vaticano descuella China, que es la última gran potencia renuente, y revistan también Arabia Saudita, Afganistán, Laos, Corea del Norte y Vietnam, aunque el flamante Secretario de Estado vaticano, monseñor Pietro Parolin, ex Nuncio Apostólico en Caracas, quien en octubre próximo sustituirá al controvertido cardenal Tarcisio Bertoni, cumplió en 2007 una misión en Hanoi que abrió una negociación para entablar relaciones diplomáticas.
Pero ese Estado más pequeño de la comunidad internacional es la cabeza jerárquica de la institución no estatal más importante del mundo. La Iglesia Católica, con alrededor de 1.400 millones de fieles, tiene una inigualable presencia territorial, implantada desde hace siglos en los cinco continentes. Miles de obispos, centenares de miles de sacerdotes y monjas, decenas de miles de parroquias, instituciones educativas y organizaciones de ayuda solidaria configuran una red con una profunda penetración en la sociedad mundial, con conexiones inimaginables en todos los niveles de decisión.
Católicos en la Casa Blanca
Un detalle poco mencionado del entorno de Obama es la existencia de un grupo calificado de militantes católicos. El vicepresidente Joe Biden, el jefe de gabinete de Obama, Denis McDonough, el jefe de la CIA, John Brennan y el ex Consejero de Seguridad Nacional, Thomas Donicon, integran ese elenco. Sus cargos les otorgan una notoria injerencia en los asuntos de seguridad.
Esta presencia católica en la Casa Blanca no constituye un hecho aislado. En un país donde sólo John F. Kennedy, uno de sus 44 presidentes, profesó el catolicismo, en la actualidad son católicos nada menos que seis de los nueve miembros de la Suprema Corte de Justicia (los tres restantes son judíos y ninguno es evangélico).
Para valorar este hecho, cabe consignar que, en más doscientos años de historia, sólo hubo 108 jueces de la Corte Suprema. Entre ellos, apenas once fueron católicos. En el sistema constitucional estadounidense, la Corte Suprema es el órgano de mayor prestigio institucional. Su integración es, por lo tanto, un dato extraordinariamente revelador de la estructura del poder político.
Estos hechos son congruentes con un fenómeno demográfico. Los católicos ya son el 24% de la población norteamericana. Ese porcentaje crece año tras año, como consecuencia del incremento de la población de origen hispano, que tiene un mayor índice de natalidad que el resto de la sociedad norteamericana. Si se clasificara estadísticamente a la mayoría evangélica en función de sus múltiples confesiones, la Iglesia Católica sería la primera minoría religiosa en Estados Unidos.
Pero el catolicismo estadounidense no sólo crece en Estados Unidos. También aumenta su peso dentro de la Iglesia. En el último cónclave, fue comentado el protagonismo de los cardenales norteamericanos, caracterizados por el periodismo especializado como el “dream team”, por el alto grado de coordinación que exhibían en sus apariciones públicas.
Ese núcleo de cardenales figuró entre los apoyos más sólidos que recibió el cardenal Jorge Mario Bergoglio para erigirse en el Papa Francisco. No puede sorprender que para la tarea de sanear las finanzas vaticanas, el Papa haya suscripto un acuerdo con la unidad de inteligencia financiera del Departamento del Tesoro. Dicho de otra manera, el gobierno estadounidense colabora con el Papa en el área más sensible de la reestructuración de la Curia romana.
El Papa en acción
En este contexto, no extrañó que, en consonancia con su llamamiento a la paz, el Sumo Pontífice enviara a una carta a los mandatarios del G-20, reunidos en Rusia. En la misiva, dirigida formalmente a Putin, en su condición de anfitrión del encuentro, el Papa Francisco los exhortó a “abandonar cualquier pretensión de una solución militar”, pero instó también a que “no queden indiferentes ante el drama que vive desde hace tiempo la querida población siria”.
Al mismo tiempo, el popular cardenal de Nueva York, monseñor Timothy Dolan, quien preside la Conferencia Episcopal estadounidense, difundió una carta a Obama en la que afirmó que un ataque militar norteamericano a Siria sería “contraproducente y negativo”.
Simultáneamente, el obispo emérito de Washington, cardenal Edgar McCarrick, copresidía una conferencia interreligiosa entre cristianos y musulmanes, realizada en Amman, Jordania, junto al cardenal Jean Louis Tourin, enviado especial del Papa. Mc Carrick expresó allí su esperanza en la posibilidad de encontrar una solución negociada a la guerra civil siria.
La opinión de Mc Carric no nace de la ingenuidad: el prelado conoce personalmente al presidente Bashar Al Assad con quien negoció la salida de los cristianos de Irak en un momento crítico de la intervención norteamericana.
Si bien resulta imposible dimensionar el peso específico que esa creciente influencia católica en los Estados Unidos tiene en las decisiones de la Casa Blanca, es lícito considerar como altamente probable que el Papa Francisco, una personalidad con un sólido manejo político, haya cumplido un papel tan discreto como relevante en este abrupto giro diplomático, promovido oficialmente por Putin, que abrió un compás de espera en el anunciado ataque misilístico a Siria.
Con la crisis siria parece haber detonado entonces la aparición de un nuevo liderazgo mundial, de inigualable prestigio en la opinión pública internacional, con sede en Roma. En una era histórica en que el “soft power” (poder blando) empieza a desplazar al “hard power” (poder duro), una autoridad política con el ascendiente moral del Papa Francisco está destinada a erigirse en una referencia insoslayable del tablero mundial.