PUBLICIDAD

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
12°
23 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Esos días en que sentíamos que seríamos niños para siempre

Domingo, 10 de agosto de 2014 00:30
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla
De colores estridentes o cálidos tonos sepia, las anécdotas de la niñez son igualmente indelebles. Con banda sonora de María Elena Walsh, cuentos con moraleja y tardes enteras en una vereda de barrio, se nos instalan para siempre en la memoria.
Dos nenes y dos nenas de antes siguen siendo chicos en los recuerdos de sus niñeces y sus días de juegos y juguetes. Ellos son la docente y periodista Marisa Vázquez, la actriz Cristina "la Negra" Idiarte, el dibujante y humorista Gustavo "Guflo" Flores y el criollo del chaco salteño, Lucio Rojas. Hoy, que se celebra el Día del Niño, compartieron con El Tribuno los relatos pintorescos y risueños de aquellos años.
Antes, cuando los partidos de trompos, los duelos de bolillas, la tardes de viento para volar barriletes y el jugar a la mamá eran nuestra ocupación, un rato antes o un rato después de la merienda, sentíamos que seríamos niños para siempre. Queríamos ser grandes y ensayábamos para serlo desde la más tierna e ingenua imaginación. Porque todos hemos sido niños, ¡feliz día para los de antes y los de ahora!
“Jugar es imaginar y proyectar”
Al tumtúm de la cala calavera, sonaba en los recreos de mis 7 años y no nos movíamos para que no nos tiraran una piedra. Antón, Antón, Antón pirulero, era el preferido durante los cortes de luz. En primer grado, el arroz con leche me quiero casar; la farolera tropezó y en la calle se cayó y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel, parecía marcarnos como destino el amor y el matrimonio.
Única nena en casa, las siestas de la infancia eran compartidas con un hermano mayor y dos primos que necesitaban de un cuarto integrante para lisiar, así me convertía en “uno” más y quedaba al arco de una mampara cuyos vidrios sufrían los embates del equipo contrincante. Con los chicos de la cuadra (éramos pocas nenas) en las siestas de verano nos dábamos el lujo de jugar en la calle al stop, a la pilladita, a la estatua... Vivíamos en la primera cuadra de la avenida Sarmiento, por lo tanto, jugar en la calle estaba permitido solo a ese horario. Los pocos autos que pasaban frenaban, esperaban que nos corriéramos y seguían su rumbo sin bocinazos o quejas. Cuando los varones partían a la cancha o a la sala del padre Bessone en el Salesiano, robaba los autitos de mi hermano y jugaba enloquecidas carreras. Hice viajes maravillosos en una carpa de indios en la que me encerraba y brújula de juguete en mano era la heroína de peligrosas aventuras. Ya la literatura era mi compañía, la descubrí una siesta jugando a la librería con los libros que habían sido de mi abuelo. La introducción de las Mil y Una Noches me mostró que en los libros había mundos para descubrir. Me convertí en lectora. También estaban los juegos para las nenas, pero sólo dos muñecas compartieron conmigo: una hablaba y la otra caminaba; el resto, vivía en algún lugar sin mi atención. Y un día, no sé cuándo, me regalaron una maquinita de coser que cosía de verdad con la que hice mis primeros pasos en la costura: servilletas, pañuelos y, con gran paciencia, remeras extrañas para mí. Aún la tengo, con ella aprendí a coser.
Cuando alguna amiga iba a casa, elegían jugar a la mamá y al papá, lo que me permitía ser el papá y salir a trabajar, que significaba pasarme la tarde andando en bici por la larga casa chorizo en la que crecí, alejada de los menesteres domésticos. Cómo intentamos socializar a las niñas y los niños en los estereotipos de género, por suerte, por los intersticios se cuelan los deseos; y jugar es aprender a compartir, a poner el cuerpo, a discutir una infracción. Es imaginar y también es proyectar.
Tardes de bolillas y de trompos
Cuando éramos chicos jugábamos a las bolillas, al tatetí y al trompo... Jugaba con mis hermanos y con los compañeros de la escuela, casi no teníamos juguetes, porque no habían.
Mi preferido era el trompo de palo con un clavito en la punta. Me acuerdo que era muy difícil encontrar el piolín, así que se lo robábamos a mi abuela Matilde Frías, “la Lica”, nosotros le decíamos “la mamita”, que lo usaba para atar chorizos... pero lo necesitábamos para hacer bailar el trompo, así que se lo sacábamos. Ella nos perdonaba porque -decía- eran travesuras de niños.
Cuando íbamos a la escuela solo jugábamos a la bolilla. Algunas jugadas eran fuertes. Una vez me acuerdo que mi abuelito me dio 20 centavos para que le compre coca de coquear y estaba fuerte la jugada entonces con esa plata me compré cuatro bolillones grandes, pensando en ganar 6 bolillas, vender algunas y reponer la plata para ir a comprar la coca. Pasó que perdí las cuatro bolillas y obviamente no pude comprar la coca. Cuando llegué a mi casa mi abuelo me preguntó por el mandado y le dije que me había olvidado. Me dijo que no mienta. “¿Qué ha pasao, chango?”, me preguntó. Tenía una mirada muy fuerte el abuelo así que le tuve que decir la verdad y me dio un azote. Fue una anécdota muy lamentable pero bueno, siempre me la acuerdo porque fue una travesura, de esas que no se nos borran de los recuerdos.
Recuerdo mi infancia como un tiempo muy feliz. No había ni radio pero conversábamos mucho con los abuelos. También caminábamos todos los días hasta la escuela 214, que quedaba a siete kilómetros de Marca Borrada, cerquita de Santa Victoria. El maestro era un porteño que se llamaba Juan Manuel Ballesteros. El nos enseñó hasta sexto grado. Después no podíamos estudiar más porque había que cuidar los chivos y los chanchos. En los recreos saltábamos la piola. Se ponía uno de cada lado de una soga de tres o cuatro metros. Competíamos para ver quién saltaba más alto y quien aguantaba más sin enredarse ni caerse.
¡Muchos recuerdos! Ahora me voy porque corre mucho viento con tierra acá en Santa Victoria. No se si lavar los platos o pasarles un plumero. Y estoy esbozando una copla: “Soy un mes de agosto,/ soy viento y remolino,/ levanto tierra y polvareda,/ a lo largo del camino...”.
La mamá de Negrita
Ser hija única no era fácil, sobretodo durante los momentos de diversión... La imaginación venía al galope todas las tardes después de la leche -y antes del Chavo- para ser pirata: con el cuchillo parrillero, un pañuelo de gasa y las botas de goma amarillas de mi abuela. Había otros días en los que era una extraña combinación de reina y bailarina de tango (el vestuario lo había ideado mi mamá reciclando otros y, la verdad, no me convencía mucho), vedette, peluquera de estrellas (muñecas), cazadora de animales salvajes (mi perra) y cantante de lotería.
Pero cuando podía encontrar mi mejor desempeño era al jugar con Negrita, mi muñeca de color que mi abuela se había encargado de buscar para dármela de regalo un Día del Niño. Con ella podía ser diferente, pero en serio, mientras otras niñas paseaban muñecos rubios y de ojos duros, pero celestes, yo disfrutaba del estupor de los otros cuando veían a Negrita: plástico duro y obscuro, lustrosa, de ojos móviles negros y largas pestañas y un extraño cabello entre canoso y castaño que se distribuía en rulos ensortijados de su cabeza, una hermosura.
Mi vecina del frente tenía una colección de muñecas de todo tipo, pero ninguna como Negrita. Parece que una tarde jugando a ser las “seños” me dejé a Negrita en su casa, haciendo su tarea, seguro. El problema fue que cuando reaccioné, eran las 2 de la mañana. Una desesperación extrema me tomó, lloraba y no sabía a quien contarle mi terrible dolor. ¿Estaría bien? ¿La habrían acostado y tapado con la colchita de flores?. Mi abuelo se ofreció a ir en su búsqueda. El único. El mejor. Una humanidad de dos metros de altura. Con su pasado militar atravesaba la calle mientras yo lo veía desde la ventana. Tocó la puerta de la casa y esperó. Ya no miré más... Me imaginaba a mi mamá gritando al día siguiente y reclamando a todos el tener que escuchar mis caprichos de hija única... Pero no. Mi abuelo atravesó la puerta -con una música de final de película en mi imaginación- y con Negrita en la mano. “Menos mal que fui, estaba llorando por vos”, me dijo ese ser de dos metros y de color oscuro... como Negrita.
La infancia, en los ‘70
Cuando era niño, era bastante diferente. No había más que una hora diaria de programas infantiles en la tele, la cual era entonces, en blanco y negro. Por la noche, veíamos un capítulo continuado de Las Aventuras de Hijitus. Era nuestra novela diaria, y duraba ¡un minuto!
Por supuesto, ni hablar de computadoras, juegos electrónicos y mucho menos de celulares, ni de internet... De manera que teníamos dos opciones: o éramos creativos y usábamos la imaginación para jugar y entretenernos o nos moríamos del aburrimiento. Jugábamos al fútbol (no mucho en mi caso, porque era muy maleta), a los soldaditos, juegos de mesa, dibujábamos (ahí sí que le ponía empeño porque me salían más o menos bien), pero sobretodo inventábamos juegos de la nada, sin juguetes siquiera. El sólo hecho de juntarnos dos chicos o más ya despertaba la imaginación para hacer travesuras. Una vez, con mi hermano mayor, al que de niño le decíamos “Papilo”, jugamos a la magia. Yo me metía en el ropero y desaparecía. El truco estaba en que él había hecho un agujero con el serrucho para que yo salga. Fue muy sorprendente y divertido. A los que no les hizo ninguna gracia fue a nuestros padres. Otra vez, jugábamos al Zorro, y no encontré mejor ocurrencia que sacarle con una tijera el forro negro de seda del tapado de mi mamá para hacer mi capa. ¡Qué linda capa que me hice! Pobre, mi madre. Santa paciencia para educar a tremendos sabandijas. Como somos muchos hermanos, nos potenciábamos y cada uno tenía una idea peor que la otra.
Pero no todo era tan tremendo, así también hacíamos cosas muy creativas. Una vez, a una caja de zapatos, le puse en el extremo un lupa, y por otro lado dibujé en papel manteca cortado en una tira larga, una historieta de aventuras. Jugábamos a que estábamos en el cine. Subido en una cucheta alcanzaba hasta el foco y lo metía en la caja de manera que, pasando la tira larga, hacía de proyector de dibujos animados. El relato de la historia y las voces se hacían en vivo, por supuesto.
También armábamos nuestras propias cometas, jugábamos a la ticha, a la botella, a las figuritas. A veces salíamos en grupo y nos íbamos a explorar el campito que estaba frente al barrio. Y si teníamos suerte, encontrábamos algún caballo al que intentaríamos montar, sin éxito las más de las veces o hasta que el potrerizo nos corretee para azotarnos a la voz de: -¡Corran, changos, corran! Y nosotros picábamos a la velocidad de Flash Gordon.







Temas de la nota

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD