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Laberintos humanos. Tajos zurcidos
Di con la cueva y me enfrenté al dragón y al ogro hasta vencerlos. Acaso fueran de los enemigos más fieros que tuve en mi andar, que la garra de uno y el fuego del otro me tuvieron a mal traer. Aún puede verme las heridas, dijo alzándose la saya de monje para que viera los tajos zurcidos en los brazos y en el pecho.
Por cada una de esas líneas que me surcan pasó el filo de un hacha o de un espada, y eso hace a un orgullo que me impide ver el Santo Grial que todo caballero andante persigue. Y perdí mi pureza cuando le pregunté donde debía devolverla, porque de algún castillo la habían robado, pero me cautivó su belleza y supe que le gustaba.
Por unas pocas noches de amor vendí la posibilidad de alcanzar esa copa que le dio de beber vino a Jesús, y que luego sirvió para guardar su sangre. Me condené a sólo tener que pelear en justas y en batallas, y ella se sentaba a la grupa y me abrazaba de la cintura para cabalgar de castillo en castillo, dejaba sus cabellos sueltos para que los peinara el viento y abrazaba mis muslos con sus piernas.
Finalmente vimos las torres bañadas de vitrales de su palacio, sentimos la recepción de sus clarines, entramos a las salas rodeadas de alfombras, cortina y vitrinas, y tras una cena de tantos platos variados, aunque con el mismo condimento, a la hora del cognac su marido me agradeció que la devolviera, aunque no con demasiadas convicciones.
Así regresé a la aventura, cierto que ya impuro como el ancho de un cabello, agregó consciente de que su comparación era absurda.