Laberintos humanos. Un muchacho como yo
Yo seguía pensando en lo que sería de mi hijo, si es que acaso había dejado embarazada a esa joven de cabellos amarillos, tan pálida y delgada que no parecía mujer, pero ya me llevaban los que habían entrado porque no podían entender lo que hacía un muchacho como yo en semejante Salamanca.
Lo que hacía allí, les contó el Abuelo Virtual a Carla Cruz y al Varela, era haber bajado recién del ómnibus con mi bolsito de mano, que eran todas mis pertenencias, y entrar a ese boliche que para ese joven provinciano no era más ni menos raro que cualquier otra imagen que pudiera ver en esa ciudad en la que, para colmo, caía una llovizna que lo volvía todo más brillante.
Y aquellos que de alguna manera entraron entre esa turba punk para molerlos a golpes, me rescataron como quien alza a un niño. Pero yo ya había cambiado mis prendas de segunda mano compradas en Villazón por pantalones de cuero negro y esa camiseta fosforescente, y cuando mis salvadores corrieron por sobre unas vías, yo me les evadí.
Así quedé solo, en medio de otra noche, andando perdido por calles empedradas. Vi una iglesia muy antigua cerrada, tres o cuatro vidrieras que ofrecían ropa, un policía que me empujó en dirección a una plaza y en la plaza me senté sintiendo el fresco de esa ciudad que no alcanzaba a comprender.
Había perdido mi bolso, se me hacía que había dejado encinta a una muchacha, y cerré los ojos para reírme de mi propio destino, que recién comenzaba transitando ya senderos entre absurdos y abruptos. Pero eso era sólo el comienzo.