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Acorralados entre los rieles y un canal pluvial, los vecinos de la zona se debaten por la distribución de los pocos recursos que llegan hasta allí. En ningún caso cuentan con agua de red ni con energía eléctrica, y ni siquiera tienen tendido de cañerías cloacales.
El caso de Jesús Darío es ilustrativo de la situación más aguda: habita en un terreno de 5 metros de ancho por 10 metros de largo, de los cuales solo una superficie de 20 metros cuadrados está techada. En ese sucinto espacio vive con su esposa Delia Martínez, con su hijastra Ayelén y con los tres hijos de la pareja, Abigail, Nicole y Alan.
Están colgados de la conexión eléctrica clandestina de otra vecina, que ya les anunció que el 31 de diciembre les iba a cortarla prestación. "Tenemos una buena relación, pero dice que su hermana viene a vivir con ella y que entonces necesitan enchufar nuevos aparatos", explica Jesús Darío.
En carne propia
Este muchacho es un trabajador común y corriente, se encarga de la construcción de escenarios para ceremonias y eventos. "A veces vuelvo cansado de trabajar, pero le meto pata nomás", dice el joven de 33 años con relación a la terminación de su baño, que aún está en proceso.
El sitio en el que está construyendo su vivienda, desde hace ya cuatro años, le costó 1.000 pesos. "Nos lo vendió una señora que estaba asentada acá, pero que no soportaba vivir sin luz, entonces se fue. No sé dónde se habrá ido", relata Delia mientras muestra los papeles que hicieron para tener dicho servicio.
Periplo para nada
Hace dos años iniciaron el trámite para tener luz. En primer lugar fueron a la Empresa Distribuidora de Electricidad (Edesa). Les indicaron que al no tener registros catastrales debían primero conseguir autorizaciones municipales. Tras arduas reuniones y luego de costear la instalación de los pilares con medidor monofásico, consiguieron la aprobación comunal mediante la Dirección General de Fiscalización de Obras Civiles.
Envalentonados por la conquista, volvieron a las oficinas de Edesa. Un nuevo escollo se les presentó: debían abonar $60.000 para la colocación de los postes públicos. Sus arcas no alcanzaban para reunir ese monto, entonces la conexión quedó trunca. Al día de hoy se observan los pilares con medidor monofásico aún sin energía eléctrica.
Julio Cardozo, otro miembro del asentamiento que trabaja como empleado de la petrolera YPF, cuenta que pasó de usar velas a tener linternas grandes, de allí a un grupo electrógeno, y que, finalmente, consiguió beneficiarse por una conexión clandestina que organizaron algunos vecinos. Otros, como Jesús Darío, quedaron afuera de esa solución paliativa.
Todos comparten la falta de agua en red, para ese caso extraen el líquido de pozos, algunos cavados por ellos mismos. Elvira Quiroga, madre de tres hijos y empleada doméstica en una casa del barrio Universitario, cuenta que la falta de servicios es acuciante. La joven de 28 años, que vive además con su marido y su padre, también es parte del grupo de vecinos que no cuenta con servicio de luz.
"Los que ya se colgaron no quieren sumarnos porque dicen que no dará abasto, pero así no se puede vivir, no puedo tener ni heladera", asevera Elvira, quien además agrega que "los que no tenemos luz ya averiguamos para comprar el cable, nos sale $8.000 aproximadamente". Estiman poder hacer su conexión clandestina para principios del año que viene.
Los viejos pobladores
En la parte más antigua del asentamiento, en dirección norte y más cerca de Villa Lata, algunos vecinos ya tienen luz. "Antes los trámites eran más fáciles", argumenta Julio, el trabajador de YPF.
Algunos viven allí desde hace 23 años, es el caso puntual del padre de Beatriz Rojas, una de las casas que no tiene al vicio su medidor. "Mi viejo vino primero, cinco años después me vine yo, y ahora vivimos con mi marido", Beatriz ensaya una cronología.
Su pareja, Daniel Martínez, se queja de que aún no tengan cloacas, ya que los costos para desagotar sus pozos ciegos corren por su cuenta. "Cuando llueve mucho el camión no puede entrar, entonces se nos hace imposible hacer la descarga", resalta.
Ambos trabajan en un sandwichería, ella como cocinera y él como repartidor. Consiguieron ese trabajo hace algunos años, cuando decidieron convivir, y desde ese momento intentan ahorrar para mejorar las condiciones de su vivienda. Esa perspectiva no se reduce a lo puramente esencial, también tiene que ver con necesidades culturales.
"Hace muy poco tenemos cable y podemos mirar muchos canales", enfatiza Daniel, mientras Beatriz se excusa súbitamente: "No porque vivamos en un asentamiento no tenemos derechos a ver la televisión o disfrutar de cosas cotidianas".
Coinciden en que agradecen la llegada de nuevos vecinos, porque años anteriores las barriadas adyacentes utilizaban la zona como microbasural. "No tenían consideración por nosotros, venían y tiraban sus desechos acá. Hasta animales muertos traían", denuncian.
"Ahora por lo menos hay gente que vive allí, entonces se preocupa por mantener el lugar más limpio", completa Beatriz.
Entre la parte de los vecinos que llevan más tiempo en el lugar y aquellos que llegaron en los últimos tiempos, el asentamiento suma alrededor de 26 viviendas.