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Laberintos humanos. Cruzada de verdades.
Las opiniones con respecto a Luisa y a Luis y a la sinceridad que ejercían, fue variada. Algunos proponían lincharlos, otros quemarlos vivos y un tercer grupo quería envenenarlos para que no sufran tanto, aunque con saña, mientras Luisa y Luis seguían en la plaza con su cruzada de verdades por decir.
A uno su gordura, a otro su hipocresía y para aquel sus cuernos, todos debían escucharlos y, cuando los evitaban, porque eso es lo que hacían muchos sino la mayoría de los tilcareños de entonces, Luisa y Luis golpeaban a las puertas de sus casas para buscarlos, hallarlos y decirles sin tapujos lo que sabían de ellos.
Con el tiempo, como todo, Tilcara se acostumbró a ellos. Fueron como ese árbol con cuyas raíces uno ya no se tropieza, un murmullo más que palabras, hasta que Luisa y Luis dejaron de interesar, incluso a sí mismos, y empezaron a preocuparse de sus propias cosas, lo que empezó a ser un problema para ellos.
Habrá que agregar, para terminar con su historia, que en cuanto se empezaron a escuchar los platos rotos desde la vereda a la que daba la ventana de su casa, no había quien al pasar no esbozara una sonrisa de satisfacción. Y desde entonces se sabe que la verdad, como el vino, se debe consumir en la dosis necesaria.
¿Y qué pasó con Luis y Luis?, me preguntó Carla Cruz esperando que terminara el cuento, y le dije que, con el tiempo, ellos también aprendieron eso de las medidas propias de cada cosa, para que no sea un vicio dañoso, porque es algo que se aprende, más que con la verdad, con los años.