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Laberintos humanos. Al precio de una buena
Les dije ayer que el Émulo Benítez confiaba que tras cada pesar le vendría la merecida recompensa, entró al club de los ferroviarios y pidió en la barra una cerveza, que era casi toda espuma y se la cobraban por buena. No importa, se dijo, ya va a llegar mi tiempo.
Probó con un choripán que apenas se distinguía entre las piedras de grasa no muy cocidas, se lo dio al perro, lo pagó por bueno y sonrió sapiente de que tras una caída viene la alzada, así que fue a la pista, echó una mirada en derredor en busca de beldades con las que danzar y divisó los ojos oscuros que apenas se ocultaban en la cabellera negra.
Eso compensa un vaso de espuma y un chorizo incomible, se dijo arreglándose el jopo ancestral, se levantó la solapa de la camisa como si fuera un Elvis andino, dio tres o cuatro pasos a lo Yon Travolta con fiebre un sábado por la noche y le tendió la mano a la moza en la confianza de que bailaría con ella lo que le restaba de noche.
La bella se puso de pie con pudor coqueto en el gesto, y el Émulo Benítez se derretía por dentro previendo el sabroso bocado que le deparaba el destino, cuando vio que las manos de la muchacha no tomaban las suyas sino las de otro joven con quien pronto giraba en el frenesí de la fiesta, y otras manos aceptaron las suyas.
Alzó la vista, ya acostumbrado a la resignación, y la prueba se le presentó en la forma de una fealdad extrema. No vale la pena describirla, sólo tengo que decir que el Émulo Benítez se puso a bailar con ella pensando que no hay mal que por bien no venga.