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Laberintos humanos. Trofeo de guerra
Justino Júmere Jumez hurgó con una pinza de depilar entre las siete patas que le quedaban a la araña aplastada por el escobazo con que la acabó la esposa del juez Pistoccio, y entre ellas dio con un periódico diminuto en el que pudo leer su propia crónica, referida a ese extraño perverso mutante que les miraba los muslos a las señoras y señoritas que caminaban por las calles de Ciudad de Nievas.
Es su trofeo de guerra, dedujo el cronista de larga barba blanca, y a la vez, de alguna manera, su confesión. Pero no sabemos quién fue el culpable, dijo Neonadio, y el magistrado resumió que era la araña, que antes fue cucaracha, rama, catita macho, malvón y vaya a saberse cuantas mutaciones más que ignoraban. Lo que quiere decir que es nadie, concluyó tomando el cadáver de la araña con la pinza de depilar, para colocarla en un frasco de vidrio.
Guardó el frasco con el cuerpo deshecho del arácnido en un armario de paredes vidriadas, donde coleccionaba elementos desiguales de los casos extraños que había resuelto en su ya larga carrera como caballero andante, y junto a sus amigos y a su esposa se sentó a la mesa, donde la Matilda les sirvió la cena.
Ya con el cognac de la sobremesa, los tres hombres dieron por cerrado el caso, concluyendo que la criada tenía muy lindos muslos. Pero la belleza de tan juveniles piernas no justifica la perversión de este de quien ignoramos otra seña que la de las mutaciones, dijo. No la justifica pero la explica, dijo Neonadio terminando la bebida tibia de su copa de cristal esmerilado.