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Laberintos humanos. Sin deudas
No tenemos deudas entre nosotros, dijo ella cuando ya para los dos había pasado demasiado de la vida. Para nada, dijo él. La vida fue generosa. La vida tampoco tiene deudas con nosotros, dijo el juez Pistoccio, y como sonaba una zamba desde la radio de un vecino, la sacó a bailar lleno de caballerosidad.
Habían vivido juntos un Carnaval cuando el magistrado era apenas estudiante de derecho, y aunque en tantos años no se habían vuelto a ver, y aunque en todos esos años ella había perdido la frescura de la mirada y el grosor de la cintura, y él en tanto tiempo olvidó la gracia del coqueteo, bailaron con sus pañuelos con más sabiduría que arte.
No fue más que esa zamba, y regresaron a la mesa donde los esperaban Neonadio y la cerveza, y se amanecieron conversando de cosas viejas. Se dijeron también de sus hijos y los nietos, y cuando ya el sol estaba alto llamó el pitido de la locomotora como si lo convocara a él, al juez Pistoccio, y ella los acompañó hasta la estación.
Ya no creo que haya tiempo para otra yapa, dijo el juez antes de subir a su vagón. Son cosas que no pueden ni deben repetirse, dijo ella con sus manos en las viejas manos del magistrado, y yo estoy ya demasiado agradecida por haberte vuelto a ver. Quien lo hubiera dicho, dijo ella; quien lo hubiera dicho, dijo él.
Y desde la ventanilla del tren que bajaba a la ciudad la vieron hacerse pequeña en el andén, y la distancia se las dibujó como acaso fuera entonces: bella, jovencita y suya. Quien lo hubiera dicho, dijo el juez melancólico.