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La nacionalidad moderna es una civilización común de pueblos relacionados por vínculos geográficos, raciales, lingísticos, culturales y económicos.
El poder antiguo y el de hoy quiso siempre expulsar a los opositores y los quisieron expulsar para siempre, y borrar hasta su memoria de entre nosotros aunque rara vez lo consiguieron y sólo por algún tiempo.
Los jóvenes suelen ser los más fanáticos de un partido político, de un movimiento popular reivindicativo, de una ideología actual con aroma de vetusta procedencia que se tragan todos los slogans de propaganda y abundan entre ellos los espías y activistas aficionados que muestran demasiada curiosidad por lo heterodoxo de las posiciones y las propuestas si las hay.
Cualquier concepto ideológico de apariencia o alcance universal puede ser hegemonizado por un contenido específico y un grupo humano que acaba ocupando esa universalidad y sosteniendo su eficacia.
Un rasgo propio de la vida contemporánea es la manifestación de una crueldad excesiva y no funcional: una crueldad que abarca desde las masacres del fundamentalismo racista o religioso a las explosiones de violencia insensata protagonizadas por los adolescentes y marginados de nuestras megalópolis: una violencia que cabría calificar como el mal básico-fisiológico, una violencia sin motivación utilitarista o ideológica. A esto se le suma en forma complementaria a la violencia excesiva la violencia ultra-objetiva o estructural propia de las condiciones sociales negativas o adversas con la producción automática de individuos excluidos y superfluos desde los sin techo hasta los desempleados.
Los nuevos fundamentalismos étnicos o religiosos (racistas, en definitiva), constituyen una violencia excesiva e insensata que tiene su propio recurso cognoscitivo: la impotente reflexión cínica que no puede explicar las razones de su violencia y no es capaz de articular una mínima reflexión teórica.
La violencia en cualquiera de sus formas es indudablemente una de las lacras más importantes de la sociedad actual y es un reto su erradicación.
La violencia no es patrimonio exclusivo de los enfermos mentales; los enfermos mentales delinquen poco. En los indicadores de la delincuencia las cifras debidas a enfermedad mental son muy bajas y hay temas relacionados con la violencia por ejemplo la de género que tiene una significación especial en nuestro tiempo, que apenas se relaciona con los enfermos mentales. Hay una tendencia a relacionar la locura con la violencia y es casi la regla que cuando ocurre un crimen violento sobre todo si es cometido por un enfermo psíquico tenga una amplia difusión en los medios de comunicación lo que sin duda representa una forma moderna de la exposición a la curiosidad pública de la locura, la violencia y el delito.
Los términos usuales, violencia, agresividad y también abuso son polisémicos; estas conductas tienen un sentido negativo pero no porque sean violentas, sino porque transgreden algo: una ley, un principio ético, un valor. La vida del hombre se realiza siempre entre unos límites que vienen impuestos desde fuera a nosotros mismos o que nos imponemos y traspasar estos límites, de hecho extralimitarse, puede ser algo contrario al respeto que los demás nos deben imponer y esta extralimitación puede o no ser hecha de modo violento y agresivo y por esta razón, lo esencial de las inconductas no es el hecho de que sean hechas con violencia, sino precisamente porque transgreden la ley o los principios éticos y morales.
Algunas conductas de transgresión pueden ser innatas o el medio puede incidir en nuestro desarrollo normal.
Estas actitudes violentas generan rechazo y angustia por parte de la sociedad. La sociedad ve con temor al enfermo mental y ha identificado erróneamente la violencia con la enfermedad mental, y esta idea se mantiene hoy todavía.
En ocasiones los actores violentos se convierten en criminales que son aquellos que damnifican y perturban a la sociedad. El criminal es el enemigo social, idea que aparece expresada con mucha claridad en todos los estudiosos del tema.
La respuesta es evidente: mientras experimentemos nuestra postmoderna vida social como una vida no-sustancial, el acontecimiento estará en los múltiples retornos, apasionados y a menudo violentos, a las raíces, a las distintas formas de la sustancia étnica o religiosa al reconocimiento y la toma conciencia de las propias raíces, de la verdadera pertenencia, ese momento en el que la distancia propia de la reflexión resulta totalmente inoperante y de repente, nos encontramos presos del deseo absoluto del hogar y la patria.
El fundamentalismo, tiene una fórmula elemental que es la identidad del propio grupo, que implica la exclusión del otro amenazante.
Un grupo fundamentalista puede adoptar fácilmente, en su funcionamiento social, las estrategias postmodernas de la política identitaria y presentarse como una minoría amenazada que tan sólo lucha por preservar su estilo de vida y su identidad cultural.
Las sociedades, por lo general, se desarrollan históricamente desde la primitiva violencia hacia la moderna tolerancia y consiguiente superación del principio de la venganza aunque persiste la incertidumbre radical respecto a las consecuencias últimas de sus actos.
Los violentos y los fundamentalistas no se sienten culpables por no saber los motivos de su culpabilidad; carecen de la idea de que las decisiones que ya han tomado pueden acabar poniéndoles en peligro de ser destruidos o autodestruidos y nunca conocerán la verdad de sus decisiones sino cuando ya sea demasiado tarde; los efectos finales de sus actos escapan a la comprensión.
Los grupos humanos privados de canales de expresión, pueden acabar explotando, probablemente con mucha más violencia y poder de destrucción y autodestrucción. Estamos inmersos en una falsa competición con nuestros semejantes, buscamos en los demás lo que nos falta, proyectamos sobre ellos los fantasmas de nuestras carencias, dependemos de ellos, pero la tensión no se resuelve, la armonía perfecta no es posible, ya que los demás nunca ofrecen lo que buscamos; se ha suspendido el principio de razón suficiente que era, precisamente, lo que definía un acto.
La ética tradicional tenía como la expresión más alta a la humanidad de una persona, la necesidad compasiva de preocuparse por el prójimo queda cada vez más reducida a una indecente patología que puede resolverse en algunos casos en la esfera privada.
Las fobias sociales son sólo una máscara o un pretexto cómodo para la manifestación de pasiones sin valor.
El hombre ha buscado libertad en todo lugar, hasta que llegó aun a liberarse de su responsabilidad hacia otros. Esa responsabilidad debe ser recuperada para sacudirnos el anti-humanismo egoísta que acecha; el objetivo es ayudar al hombre a entenderse y evitar su acción en la oscuridad.
Núcleo de valores
El horizonte humano común se basa en un núcleo de valores. Este horizonte pone límites a lo que es moralmente permitido y deseable, mientras que el núcleo de valores universales compartidos nos permite llegar a un acuerdo sobre por lo menos algunas cuestiones morales básicas sustentada en la creencia en la existencia de una facultad específicamente moral de la persona humana.
La felicidad individual depende de necesidades que no llegan a ser satisfechas por ningún orden social. La naturaleza no es justa y no existe orden social que pueda reparar por completo esta injusticia.
El viejo discurso talmúdico de Kidushín dice que el padre debe educar a su hijo en tres áreas: la Torá (la ley), un oficio y la natación. Los filósofos griegos valoraron saber nadar. Sócrates enfatizó su importancia en el diálogo que mantuvo con su contrapartida moral, Calicles. En aquel discurso se filtra un término que veintitrés siglos después revolucionó las ciencias de la conducta; el texto reza: “Más importante que la natación es el arte del timonel (kybernetes)” o cibernética. Sócrates equipara la cibernética con el arte de persuadir y conmover insinuando un aspecto de control político.
Los sistemas de control, comunicación y educación deben contribuir a bajar el nivel de agresividad y violencia que nos invade, nos atemoriza y destruye un aceptable orden social de convivencia y solidaridad.
Thomas Hobbes (1588 1679) decía que necesitamos conseguir un entorno de paz ya que si dejamos al hombre a merced de su camino natural, “homo homine lupus”, el hombre es un lobo para el hombre.
No es bueno vivir como Kafka pensaba como hombres angustiados, miembros de un mundo paradójico, violento e impenetrable, accionados automáticamente, en un túnel oscuro sin salida. Muchos de nosotros tratamos de ser aceptablemente morales pero nos vemos enredados en la incertidumbre y la falta de esperanza, por culpa de reglas sociales que no acatamos y a veces no comprendemos. Podríamos contentarnos con asumirlos como una expresión de tedio, de desazón, de angustia o podemos dar un paso más y entender a los protagonistas del odio, la violencia y el fundamentalismo como al individuo en lucha contra poderes ubicuos, inaprehensibles, anónimos, que a pesar de determinar sus pasos, al mismo tiempo se oponen a esa marcha.
No es fácil contestar la pregunta ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre para ponerlo a resguardo de la psicosis de odio y destructividad?
Los conflictos entre los hombres se resuelven, como en el reino animal, por el recurso de la violencia; afortunadamente ya hemos pasado de la violencia a la ley que respetándola permite augurar que en vez de violencias reiteradas e incesantes, éstas evolucionarán por el derecho mismo, la verdad y la justicia que debería ser singularmente fuente inspiradora del valor de la paz.
Hay que reconocer que la violencia y los fundamentalismos constituyen una pendiente resbaladiza y la decisión más terrible es consentir al fanatismo y participar activamente en él.
Debemos crear líneas nítidas que dividan entre las buenas y las malas personas; la mayoría de los humanos tienen pasiones oscuras dentro de sí, esperando ser despertados por un demagogo gracioso y mezquino, que puede convencernos de que la decencia es para los débiles, que la democracia es ingenua y que la amabilidad y el respeto por los demás solo ridícula corrección política.
No debemos ser complacientes, que las cosas que nos importan deben ser nutridas y defendidas regularmente, porque incluso las personas aparentemente buenas tienen el potencial de hacer cosas horribles.