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China no sólo se apresta a desplazar a Estados Unidos como primera potencia económica, sino que se propone afirmar la superioridad de su modelo político, cuyos rasgos la distinguen nítidamente de las democracias occidentales.
En el XIX Congreso del Partido Comunista, el reelecto presidente Xi Jinping fue categórico: "La crítica política interminable, las disputas y los cambios, característicos de la democracia occidental, han retrasado el progreso económico y social, ignorando los intereses de los ciudadanos. China no tiene necesidad de importar el sistema político de partidos en quiebra de otros países". Xi Jinping contrastó la "democracia de confrontación", imperante en Occidente, con la "democracia de consenso", vigente en China.
Esa reivindicación se vio rubricada por la designación de Wang Huning, el máximo teórico oficial, entre los siete miembros de la Mesa Permanente del Politburó del Partido Comunista, órgano supremo del Estado chino. Wang Huning, apodado "alma gemela" de Xi Jinping, fue el ideólogo predilecto de sus dos antecesores: Hu Jintao y Jiang Zemin. "La gente lo llama el cerebro de tres líderes supremos", afirma Yun Sun, experto en China del Centro Stimson, con sede en Washington.
Wang Huning es un estudioso del pensamiento occidental. Pero mientras muchos intelectuales chinos miraban a Occidente en busca de inspiración para la estrategia aperturista inaugurada por Deng Xiaoping en 1979, Wang regresó de sus dos viajes a Estados Unidos convencido de que la democracia occidental no era una buena alternativa para su país.
A fines de la década del 80, cuando en el mundo intelectual cundía la impresión de que la modernización económica llevaría a una "occidentalización" política, Wang promovió la idea del "neo-autoritarismo": un país tan grande y pobre como China exigía una "mano firme" para alcanzar la prosperidad. Esa tesis calzaba como anillo al dedo con las necesidades de la cúpula dirigente del Partido Comunista. Dicha sintonía fue la causa de su ascenso político.
El encumbramiento de Wang fue paralelo a la meteórica carrera de Eric X. Li, un curioso personaje, mezcla de académico y asesor de inversionistas, que asombró a los hombres de negocios occidentales con su apología del sistema chino. Eric señala que desde la disolución de la Unión Soviética el mundo occidental quedó embebido de un "mesianismo democrático" similar al que cegó a los comunistas soviéticos, quienes hasta la caída del muro de Berlín en 1989 estaban convencidos de que su modelo era exportable a los cinco continentes.
Li subraya que "la democracia occidental tiene apenas dos siglos de historia, menos que la más breve de las dinastías chinas". Con una catarata de ejemplos cercanos, que incluyen desde el Brexit hasta la elección de Donald Trump en Estados Unidos, advierte que "la democracia se está convirtiendo en un ciclo de elección y arrepentimiento". La causa es que los calendarios electorales obligan a los gobernantes a privilegiar las urgencias del corto plazo por sobre las soluciones de largo plazo. Esa dificultad hace que la tasa de ahorro en China sea del 40% del producto bruto interno y en Estados Unidos del 13%, diferencia que explicaría las dispares cifras de crecimiento entre ambos países.
Hola, Confucio!
Mao Tse Tung hizo a la China independiente, Deng Xiaoping la convirtió en próspera, Xi Jinping pretende transformarla nuevamente en grande, como era hasta hace dos siglos el llamado "Imperio del Centro". Para ello, no vacila en bucear en sus raíces. El encumbramiento de Wang y el éxito de Eric coinciden con la rehabilitación de Confucio (551-479 A.C), el filósofo chino catalogado como el "Aristóteles de Oriente".
El pensamiento de Confucio, con su defensa de los principios clásicos de orden, armonía, estabilidad, jerarquía y autoridad, empalma con la afirmación de la legitimidad del poder del Partido Comunista. Más que una legitimidad de origen, es una legitimidad de ejercicio. En un país donde el ingreso por habitante se multiplicó por quince en apenas cuarenta años el régimen político no puede sino contar con el respaldo mayoritario de la población.
La visión política de Confucio, similar al concepto europeo de "despotismo ilustrado", sobre una sociedad meritocrática, gobernada por un emperador todopoderoso auxiliado por el mandarinato, una burocracia altamente competente, cuyos integrantes eran elegidos por concurso, no es muy distinta de la auto-percepción del Partido Comunista sobre su rol histórico. Los 89 millones de miembros del PC chino, una organización que no permite la afiliación voluntaria sin un previo y riguroso examen de capacidades y antecedentes, son la versión contemporánea de los mandarines.
Este ensalzamiento de Confucio apunta a combatir la crisis de valores, con su secuela de corrupción, que la desaparición de la utopía comunista y el auge del consumismo generaron en la sociedad. En China, la noción del tiempo es diferente a la occidental. Xi Jinping sostiene que "si la moral es baja, si no se controla la disciplina y la ética, entonces no sólo fracasaremos, sino que la tragedia del emperador Chu puede ocurrir otra vez", sin tener que aclarar que Chu fue asesinado en el año 202 A.C. El líder chino evoca un episodio de hace 2.200 años con la misma naturalidad con que un dirigente político argentino puede referirse la crisis de 2001.
Pero esa cultura milenaria se distingue también por su aptitud para incorporar elementos exógenos y adaptarlos a su idiosincrasia. En su libro "Shanzhai", el pensador coreano Byung-Chul Han explica que en China no rige la diferencia tajante que Occidente establece entre "original" y "copia". Consigna que "es esa capacidad de adaptación lo que le permite al comunismo chino apropiarse del capitalismo del modo curioso en que lo hace". Pronostica que "con el tiempo, el comunismo shanzai chino mutará en una fórmula política que podría denominarse democracia shanzai". Cabe precisar que en China la democracia no se asocia tanto con la elección popular de los gobernantes sino con la vigencia del Estado de Derecho, en particular con la independencia de los magistrados judiciales para controlar los abusos de poder de los funcionarios estatales.
Curiosamente, esa capacidad de hibridación de la cultura china es recomendada a Occidente por Nicolás Berggruen y Nathan Gardels en su libro "Gobernanza inteligente para el siglo XXI", prologado por Felipe González. Tras comparar los sistemas políticos de China y Occidente, ambos autores preconizan la búsqueda de fórmulas que combinen la participación ciudadana y la rendición de cuentas de los gobernantes, inherentes al sistema occidental, con la capacidad de implementar políticas de largo plazo, que reconocen como ventaja del modelo chino.