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Las profecías, en política, no funcionan

Martes, 06 de agosto de 2019 00:00
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Un líder indiscutido e indiscutible, el general Perón, también se vio obligado a designar un presidente vicario, en vísperas de su tercera presidencia. Como tal vez muchos recuerden, en 1972 el presidente de facto, Alejandro Agustín Lanusse, consciente de que el gobierno de la autoproclamada "revolución argentina" no daba para más, decidió llamar a elecciones que, tras el fracaso de los ensayos de democracia limitada, tendrían que ser necesariamente libres y sin proscripciones, por lo cual no iba a poder evitar la participación y, muy probablemente, el triunfo del justicialismo. Pero, como último recurso, Lanusse quiso por lo menos proscribir a Perón, para lo cual practicó una extraña e inédita alquimia política que consistía en que para ser candidato a cualquier cargo electivo en los comicios que se realizarían en marzo de 1973, había que estar en la Argentina antes del 25 de agosto del año anterior. Para guardar las formas, planteó que tampoco podrían participar quienes hubieran formado parte del gobierno de facto y no hubieran renunciado para esa fecha. De esta manera, a la vez que provocaba a Perón, se ufanaba de que él mismo se autoproscribía, aunque, como comentó jocosamente el líder exiliado, Lanusse tenía tantas posibilidades de ser elegido presidente por el voto popular como él de ser elegido rey de Inglaterra.

El tío Camporita

La cuestión es que Perón no estaba dispuesto a aceptar las reglas de un gobierno al cual con justicia calificaba como ilegítimo, por lo cual recién volvió en noviembre y, impedido de presentar su candidatura, designó para reemplazarlo a su delegado personal, Héctor Cámpora, un odontólogo sin demasiadas luces pero con larga experiencia en el movimiento desde sus días fundacionales: había sido intendente de su pueblo de San Andrés de Giles, diputado nacional y presidente de la Cámara durante las dos presidencias peronistas, vicepresidente de la Convención Constituyente de 1949 y amigo personal de Evita; había estado preso tras la revolución de 1955 y había escapado a Chile en la famosa fuga del penal de Río Gallegos, pero, por sobre todo, su principal activo era una lealtad fanática e irrompible a Perón, quien no podía dudar que Cámpora haría en el gobierno exactamente lo que él ordenara. Y así fue, aunque, tras una cómoda victoria en las urnas, asumió en una situación política complejísima, apoyado por las organizaciones armadas peronistas que pujaban por obtener la mayor influencia posible dentro del nuevo gobierno y con un peronismo dividido y enfrentado ferozmente, que se había acostumbrado a dirimir sus diferencias a los tiros, sin el menor respeto por la vida del adversario, fuera del color que fuera. La primera medida del nuevo presidente fue otorgar un indulto a los presos políticos, en su gran mayoría militantes de las organizaciones armadas peronistas, decisión que fue luego muy criticada olvidando que dicho indulto fue dos días después consagrado en una ley de amnistía votada por la unanimidad de ambas cámaras del Congreso. También designó el gabinete que Perón le confeccionó salvo los ministerios de Interior y Relaciones Exteriores donde pudo poner a sus titulares, e intentó vanamente hacer equilibrio entre las facciones en pugna dentro del movimiento que volvía al gobierno después de 18 años en que las heridas internas se habían agudizado. También Perón volvió al país definitivamente en la sangrienta jornada de Ezeiza, que Cámpora no supo ni pudo evitar, y tras 49 días de gobierno con buenas intenciones y malos resultados optó por presentar su renuncia junto con la de su vicepresidente, Vicente Solano Lima, para permitir que, tras nuevas elecciones, asumiera el gobierno quien realmente tenía el apoyo popular y por lo tanto la legitimidad para tomar las medidas extremas que se creían necesarias para recuperar el orden y la justicia. Así fue que el 23 de septiembre, la fórmula integrada por Juan Perón y María Estela Martínez de Perón se impuso con casi el 62 % de los votos.

Todavía los exégetas de la época no se ponen de acuerdo si Perón tenía planeado asumir la presidencia o hubiera preferido que siguiera el fiel Cámpora reservándose para sí un rol de árbitro, ideólogo o líder latinoamericano. La cuestión es que el delegado cumplió con las órdenes del dueño de los votos pero no satisfizo a nadie, y el 12 de octubre (1973) Perón asumió su tercera presidencia, pronto interrumpida por su muerte, el 1§ de julio del año siguiente.

Después de 2001

Y el último presidente de esta lista es nada menos que Néstor Kirchner, quien, aunque la historia posterior se haya ocupado de desdibujar el hecho, debemos recordar que llegó a la presidencia gracias al apoyo y las picardías de su antecesor, Eduardo Duhalde.

Muchos recordarán que cuando Duhalde es designado presidente por el Congreso, el 2 de enero de 2002, por disposiciones constitucionales debía completar el período de Fernando De la Rúa, es decir que su designación era hasta el 10 de diciembre de 2003. Pero los sucesos que culminaron con el asesinato en Avellaneda de los militantes populares Maximiliano Kosteki y Darío Santillán lo llevaron a presentar su renuncia a partir del 25 de mayo del año siguiente, por lo cual se desató la campaña electoral seis meses antes de lo previsto.

El problema para Duhalde era que el peronismo no tenía candidato, pues si bien Menem mantenía un considerable nivel de popularidad, su nombre resultaba indigerible para la mayoría de la población, mientras Duhalde había prometido, al asumir la presidencia en medio de la crisis de fines de 2001, que no se presentaría a elecciones cuando finalizara su mandato.

Pero las encuestas indicaban que, en una compulsa interna, el ganador sería nuevamente el expresidente, lo que Duhalde no estaba dispuesto a tolerar, por lo que, con explicaciones poco convincentes y rayanas con lo ilegal, resolvió suprimir las internas y dejar que el justicialismo se presentara dividido, con todos los candidatos que se autoproclamaran.
Carlos Menem y el inoxidable Adolfo Rodríguez Saá, quien había sido presidente por seis días en la navidad de 2001, ya habían manifestado su intención de participar, por lo cual el presidente se vio literalmente obligado a salir a buscar un delegado. Se lo ofreció primero al gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota, pero a pesar de que éste aceptó encantado, las encuestas le fueron demasiado adversas como para insistir; probó luego con el exgobernador de Santa Fe y expiloto de Fórmula 1 Carlos Reutemann, quien luego de mantener durante unos días un irritante silencio terminó declinando el ofrecimiento.
Entonces, acudió al poco conocido gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, quien justamente por ser poco conocido no provocaba demasiadas controversias. Éste aceptó la invitación y en los comicios del 27 de abril obtuvo un decoroso segundo puesto con el 22 % de los votos, dos puntos por debajo de Menem, quien había sido el candidato más votado.
Pero de acuerdo a nuestro sistema electoral, se debía hacer una segunda vuelta entre los dos primeros, ya que ninguno de ellos había alcanzado el 40 % de los votos, y las encuestas indicaban claramente que allí el santacruceño vencería cómodamente al riojano, quien salvo los votos propios tendría serias dificultades para obtener nuevos apoyos.
Por lo tanto, éste reculó y renunció a disputar la segunda vuelta, siendo ungido Kirchner como el 38º presidente constitucional de los argentinos.

 No era Chirolita

Eduardo Duhalde (y la opinión pública) suponía que le correspondía tener una influencia importante en el gobierno de Kirchner, quien en su primer gabinete designó a cuatro ministros que habían sido estrechos colaboradores de aquél: Aníbal Fernández, Roberto Lavagna, José Pampuro y Ginés González García. 
Sin embargo, a medida que pasaban los días, Kirchner se fue independizando progresivamente de su mentor y, para los comicios de renovación del Congreso en 2005, resolvió prescindir de sus hombres y sus consejos.
Esto se manifestó especialmente en la candidatura a senador por la provincia de Buenos Aires, donde parecía asegurada la figura de la esposa de Duhalde, Hilda González, pero el presidente impuso a su propia esposa, Cristina Fernández.
En el duelo de esposas, Fernández triunfó ampliamente sobre González, lo que significó el definitivo ocaso de Duhalde como jefe del peronismo bonaerense y la posibilidad para el presidente de dejar de ser vicario y pasar a ser el nuevo líder del movimiento peronista. 
Como balance, y remontándonos a 1853, el destino de los presidentes vicarios no ha sido del todo feliz.
Salvo el caso de Marcelo de Alvear, quien fue leal a Yrigoyen y finalizó dignamente su mandato, y de Néstor Kirchner, quien estimó que no tenía por qué complacerlo y se sacó de encima a su mentor, los otros tres terminaron expulsados del gobierno con más pena que gloria: la historia demostró que es harto improbable que un político delegue el poder y se retire, aunque sea provisoriamente, de la arena dirigencial, pero más difícil aún es mantener un adecuado equilibrio entre las propias convicciones y el compromiso tácito que se tiene con quien lo aupó al sillón presidencial. Derqui, Sáenz Peña, Alvear y Cámpora (este último tal vez sin quererlo) jugaron en contra de los intereses de sus padrinos y, salvo Alvear, perdieron; Kirchner también lo enfrentó y fue el único que logró desplazarlo definitivamente, gracias en gran parte al buen momento internacional y a la profesionalidad del equipo económico que había heredado de su antecesor.
Alberto Fernández, si los votos lo acompañan, podría ser el próximo presidente vicario de los argentinos, en circunstancias difíciles y con muy pocas posibilidades de llevar adelante la ansiada política a la vez de creación y redistribución de la riqueza. En esas circunstancias: ¿logrará mantenerse en el cargo al que habrá arribado por voluntad de su vicepresidenta? 
Sería muy irresponsable cualquier profecía. Para eso están los adivinos y algunos periodistas sin demasiados escrúpulos. Apenas un llamado de atención, de los muchos que nos hace la historia en las coyunturas trascendentales de nuestro devenir político.
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