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Aquellas pandemias y cuarentenas

Domingo, 22 de marzo de 2020 00:00
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Temor irracional que acompaña a las pestes, y que deriva de la certeza de poder ser atacado en cualquier momento por una enfermedad fatal, irreversible y atroz. El hombre moderno está convencido que la medicina todo lo cura, y le faltan recursos espirituales para comprender y enfrentar a una pandemia altamente letal. Puede más el temor ancestral que la razón.

Esta ha sido siempre la humana primera terrible reacción a las pandemias: el pánico. Un miedo súbito, que oscurece a la razón. Otra lectura nos lleva a la búsqueda de una causalidad. Desde el hombre primitivo hasta el moderno, hay una culpabilidad, que asocia la epidemia a un castigo.

Aquellas cuarentenas

La primera gran pandemia que se registró en el mundo antiguo fue en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo VI, duró sesenta años.

Posteriormente, la "muerte negra", asoló a toda Europa entre 1347 y 1382. De acuerdo a la mayoría de las descripciones, se originó en Catay (China), producto del sitio de Caffa, un puesto comercial genovés en el Mar Negro (hoy Feodosiya, Ucrania). Luego del sitio, algunos genoveses sobrevivieron y se llevaron doce galeras y muchos microbios a Messina, Sicilia. Desde allí se diseminó por Europa sólo respetó a Islandia, no así a la ya descubierta Groenlandia, para extenderse luego a Arabia y Egipto. Se estima en veinticinco millones las víctimas de esta pandemia, lo que constituía en ese tiempo un cuarto de la población mundial. Esta afirmación proviene de los médicos vaticanos Chalin de Vinario y Guy de Chauliac.

Más reconocido en su descripción es Boccaccio, quien en su Decameron, deja constancia que ya existía el concepto de aislamiento y una noción de contagio. "Basta mirar al enfermo para contraer la peste", afirma el autor.

El resultado de la peste negra fue una gran recesión en Europa, no solo demográfica, sino económica. Otra consecuencia fue que se acusó a los judíos de haber propagado la peste, con el consiguiente asesinato de miles de ellos. Otros, anticipándose al espíritu del Renacimiento se entregaron a la exaltación de los placeres humanos ante la fugacidad de la vida (carpe diem).

Desde los primeros tiempos se había observado que el riesgo de enfermarse aumentaba al aproximarse a los enfermos: "los enfermos irradian el mal". Nació así el concepto de contagio aéreo. Avicena el famoso médico del siglo XI lo anunció, pero no encontró la explicación. Atanasius Kircher en 1659, vio los animaliculus al microscopio, observación que hizo extensiva no sólo al enfermo sino a todos los enseres usados. Dos conceptos profilácticos se empezaron a emplear: aislamiento y acordonamiento (protección de fronteras).

La obligatoriedad de mantener los cordones sanitarios implicaba su ciego acatamiento. En 1530, fueron quemados algunos comerciantes que burlaron el cordón.

La cuarentena nació en 1374, con el edicto de Reggio, ciudad de Módena. El término procede del mundo de la náutica. Era el período de aislamiento a los buques que llegaban de puertos de mala fama médica, y llevaba implícita la idea del tiempo de incubación. El primer puerto en que se decretó (entonces treintena) fue en Ragusa, sobre el Adriático en 1377. Seis años después en Marsella, se amplió a cuarenta días. Coetáneamente nació el Lazareto, lugar donde los pasajeros sanos debían permanecer en espera que pasase el período de contagio, en tanto los enfermos eran trasladados al hospital. Los objetos del barco debían quedar en cubierta, "oreándose al sereno" (sereinage)

La peste ambulante

En el siglo XVII encontramos al médico belga Paul de Sorbeit y al príncipe Ferdinand von Schwarzenberg. En 1678 el Dr. Sorbeit advirtió los primeros casos de peste, importados de Turquía y dio cuenta de la novedad al gobierno, pero como se celebraba el cumpleaños del príncipe heredero se reportó solo como fiebre alta. La fiesta se celebró y los embajadores se llevaron la peste a sus respectivas naciones. El rey Leopoldo, aterrado por lo que había hecho, viajó en peregrinación al santuario de Maringel, a 85 km de Viena, siendo seguido por la peste, de manera que Sorbet la denominó pestis ambulans. El príncipe heredero Ferdinand, se caracterizó por su denodada lucha contra la enfermedad y honró a Sorbeit y a otros 28 médicos fallecidos en plena labor humanitaria.

El notable historiador Vicente Palacios Atard, en su obra "Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo XVII", nos ilustra de las sucesivas pestes que afrontó el reino, siendo estas junto con las guerras contra Francia y la ineptitud de los monarcas Austrias, causas suficientes para el declive del poderoso imperio español.

El Imperio austro- húngaro llevó al extremo los cordones sanitarios en su frontera con Turquía en el siglo XVIII. La vigilancia incluía 692 puestos con 4000 hombres que podían alcanzar hasta la cifra de 11.000 si en Estambul se producía alguna epidemia.

Otro expediente al que se acudía para evitar el contagio era la prohibición del ingreso de mercaderías y mercaderes. El gobierno alemán en 29 de enero de 1879 prohibió el ingreso desde Rusia de "ropas interiores, vestidos usados, cueros, pieles, vejigas e intestinos frescos o secos, fieltros, cepillos, plumas, caviar, peces y bálsamo de Sarepta".

La fiebre amarilla

Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871. Esta última fue la que cobró más víctimas, muriendo más de 500 personas por día, la mayoría inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa.

Las primeras provinieron de la costa del Brasil, pero la epidemia de 1871 provino del Paraguay, portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza, que ya previamente la habían propagado en la ciudad de Corrientes. En un momento, la población porteña se redujo a menos de la tercera parte, debido al éxodo de quienes abandonaron la ciudad, intentando escapar de la muerte. Pero, do quiera que fueron, llevaron el mal consigo, irradiando el mal a otras áreas.

Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la ciudad. El 2 de abril de 1870 el diario La Prensa comentaba en su editorial, bajo el título “Desorganización de la Municipalidad” lo siguiente: “los amagos de fiebre amarilla, las recientes inundaciones, alarmando justamente al pueblo, le han impulsado a dirigir su voz a la Corporación pidiendo se tomen las medidas necesarias y urgentes para remediar los funestos males de que está amenazado, y la Municipalidad fijando la vista en sus arcas, tiene que cruzar los brazos y permanecer impasible y sorda hasta el clamor que hasta ella llega”.

 Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un comerciante catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la prensa algunas notas históricas. Ese contacto le permitió interiorizarse de las discusiones de si se trataba de o no de fiebre amarilla, de modo que reunió notas sobre el asunto para una posible publicación en un periódico. Mardoqueo se convirtió en el retrato vivo del desarrollo del drama. Con frases breves pero cortantes, dejó registro de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el tiempo en un documento único que sería publicado por el autor.

Cólera en Salta

En noviembre de 1886 estalló la epidemia de cólera en diferentes estados argentinos y Salta no estuvo ajena. Enfermedad infecciosa grave que apareció en la legendaria India. Los portadores fueron los efectivos del Regimiento de Caballería de Línea 5, quienes se trasladaban en tren procedentes de Rosario con destino al Chaco salteño. Al llegar a Córdoba, se extendió en esa ciudad.

El primer caso de contagio ajeno a los efectivos del regimiento que venían ya coléricos conmovió a toda la provincia. Se ordenaron cordones sanitarios con el objeto de evitar la propagación del flagelo y se facultó al gobierno para asumir todas las prevenciones y poner a la ciudad en las mejores condiciones de higiene, tarea que fue ardua en razón de los lodazales que mostraban sus calles y aguas servidas que se desplazaban en varios sectores, elementos contaminantes para la enfermedad.

Para cumplir con las tareas de limpieza se afectó a la Guardia Nacional de la Capital, se controló la venta de agua y leche, se creó la Oficina Química Provincial, dirigida por el doctor Joaquín Guasch, doctorado en Barcelona y París. Los doctores José Hilario Tedín, Pedro José Frías y Sydney Tamayo integraron la Junta de Sanidad, responsabilizándose de la esterilización anticolérica. En tanto, médico del Lazareto fue el Dr, José J. Quintana y de la Casa de Aislamiento el Dr. Patricio Fleming. También se designaron médicos inspectores para las obras de higiene y salubridad e ingenieros para las tareas de nivelación y desagües, inspectores de manzanas y administradores en los partidos de Lagunilla, La Isla, La Quesera, Cobos, La Cruz, El Chamical, Las Higuerillas y Noques. Se nombraron médicos para Rosario de Lerma y en el Departamento de Rivadavia. Entre las muchas personas que participaron en el cuidado de enfermos se destaca don Romualdo Alejandro Mora, Sargento Mayor Jefe del Cordón Sanitario en El Tala y padre de la destacada escultora Lola Mora.

Salta, con una población de 121.900 habitantes en todo su territorio, tuvo 3.566 personas afectadas, de las que fallecieron 1341. Entre las primeras víctimas figuran las religiosas de la orden de las Hermanas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, Madre Dolores de la Concepción Torena y la Hermana Eloísa Díez Gómez.

Las cifras para Cafayate arrojaron 72 habitantes, Guachipas 117, Cachi 63, Metán 125 y en San Carlos más de cien. Gobernó Salta en esta crítica etapa el doctor Martín Gabriel Güemes, quien contrató en empréstito de cien mil pesos moneda nacional para combatir la epidemia, y dando en garantía cien leguas cuadradas de tierras fiscales.

En un remoto pasado, las enfermedades eran de difícil diagnóstico y de escasa posibilidad de curación por la falta de profundidad en la ciencia médica. Hoy, la expansión de la enfermedad, traducida en pandemia, solo refleja carencias estatales, pero también extraordinaria irresponsabilidad de las personas que habitan en este planeta.

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