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La Muladiablo que escarmentó a los “yuteros” de La Falda

Esta historia ocurrió hace ya un tiempo, y los protagonistas fueron alumnos de una escuela de Cerrillos.
Domingo, 17 de mayo de 2020 01:26
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La Escuela Nacional N° 148, fundada en 1919, funcionó hasta 1951 en la sala de la finca La Falda, por aquel entonces de don Pedro Peretti. Es una casona del siglo XIX que se levanta en la falda de un cerro, mirando hacia el poniente. Esa sala tiene gran valor afectivo para los salteños, pues a pocos metros se encuentra el yacimiento de piedras calizas que se usaron para construir la Catedral de la ciudad de Salta.

La entonces jurisdicción de la escuela de La Falda N° 148 era muy extensa. Era desde más allá de las vías del ferrocarril a Alemanía (C-13) hasta el otro lado de los cerros, lugar que llamaban “La Isla de Peretti”. Así fue que muchos de sus primeros alumnos eran de esos apartados lugares. Unos eran los de “traselcerro” y otros de “traslavía”, como ellos mismos se decían. Y como la de La Falda era una escuela rural, muchos de sus alumnos eran de más de 16 o 17 años y, por lo tanto, algo reacios a la disciplina escolar. En síntesis, ir a la escuela los aburría y por eso, en lugar de asistir a clases todas las mañanas, muchos comenzaron a quedarse entre los cerros a jugar hasta el mediodía. Volvían a sus casas cuando las campanadas de la iglesia de Cerrillos les anunciaba que ya eran las doce, hora del regreso. Y con el paso del tiempo cada vez era mayor la cantidad de los “traselcerro” que ni pisaban la escuela de La Falda.

Lo que pasó

Así fue que un día los “yuteros” estaban entretenidos jugando entre los árboles, de improviso se les apareció a paso lento una hermosa mula bien arreada. Estaba impecablemente ensillada, montura nueva, estribos y frenos relucientes y hasta con incrustaciones de plata. Al verla, los changos quedaron maravillados por la elegancia de la mula que además, portaba unos lustrosos guardamontes. Sin duda, desde el primer momento, el animal ejerció un gran poder de atracción sobre los changos.

Estos de a poco se le fueron acercando, primero para tocarla y después para acariciarle la cabeza y el pescuezo. Era de pelambre oscuro y suave y de solo verla, daba ganas de montarla e ir a pasear entre los cerros. Era como si de ella emanara un halo misterioso y atractivo. Por su conducta no parecía una mula sino más bien, uno de esos caballos dóciles y elegantes del ejército que ellos siempre veían cuando la escuela asistía a los desfiles patrios.

El hecho es que la mansedumbre del mular hizo que los yuteros le tomaran confianza. Y como eran changos del campo, estaban al tanto del mal carácter de estos animales y por eso, al principio no se animaban montarlo. Así fue hasta que uno de ellos, como hipnotizado por la mula, se animó nomás y con gran entusiasmo la montó. Y como ésta ni se inmutó, ahí nomás subió otro en las ancas y ambos partieron a dar una vuelta por el cerro. La mula hacía caso a todo, frenaba, arrancaba, giraba para un lado o para el otro no bien las riendas le indicaban el movimiento a seguir. Después de un buen trecho, mula y jinetes regresaron a la sombra de un gran algarrobo donde los esperaba el resto de la changada. Y luego de esa primera ronda se animó otra pareja y después otra más hasta que cerca del mediodía, todos habían podido dar una vuelta en la dócil y elegante mula. De pronto, el animal paró sus largas orejas, se puso atento como si escuchara algo a lo lejos que nadie más podía escuchar. Así permaneció por unos instantes hasta que de pronto se largó a trote corto por uno de los senderos, hasta que se perdió tras unos árboles del cerro.

Al otro día todos los yuteros volvieron a la sombra del añejo algarrobo que siempre los cobijaba, pero esta vez llegaron con otros compañeros que, al enterarse del paseo en mula, se sumaron a la aventura de poder cabalgar por los cerros. Se juntaron a conversar bajo el árbol hasta que de pronto, por un sendero vieron llegar a la mula briosa y elegante con todos sus arreos. Esa mañana todos pudieron pasear entre los árboles del cerro, pero ya no iban de a dos como la primera vez sino de a tres o de a cuatro, sin que la mula se incomodara. Más aún, parecía que el animal disfrutaba llevando de paseo a tantos changos en sus ancas.

Y así fue pasando el tiempo hasta que llegó el día que ya eran pocos los que asistían a clase. Solo iban los chicos que vivían en los alrededores de la escuela, en su mayoría hijos de los que trabajaban en la finca, en la calera o en las cortadas de ladrillos y tejas. El resto, tanto los de “traslavía” como los de “traselcerro”, se daba maña para juntarse bajo el gran algarrobo a esperar que llegue la mula.

El desastre

Pero un día, cuando más de veinte yuteros esperaban ansiosos la llegada de la mula, ella apareció reluciente y tranquila, lista para dejarse montar. Al principio subieron cuatro y como los jinetes notaron que podía subir otro, trepó un quinto y como aún había lugar, trepo otro más en las ancas de la mula. Pero estos como vieron que aún había cancha para enancar, siguieron trepando hasta que cayeron en cuenta que el animal se había ido alargando y que los veinte estaban arriba. No faltaba ni uno. Y como notaron y vieron que el dócil animal se había transformado en una mula larga y nerviosa se asustaron, y en el acto quisieron desmontar pero no se podían mover. Estaban como pegados al lomo y a las ancas del mular, y por más esfuerzo que hacían para apearse no lo lograban. De pronto notaron que la cara de la mula se había transformado. Ahora, en lugar de inspirar confianza, daba terror mirarla. Sus ojos se habían puesto rojos y saltones, como si se les estuvieran por salir de la cabeza. Y la cola que antes solo la movía para espantar moscas y mosquitos, ahora parecía un látigo que castigaba las canillas de uno y otro lado, causando un intenso ardor donde pegaba. Y más que de cerda, parecía hecha de rupachico. Ahora los yuteros lloraban lastimosamente arriba del largo espinazo del animal que permanecía inmóvil, pero sin que nadie se pudiera mover ni bajar. De pronto, la mula comenzó a caminar. Al principio lo hizo a paso lento, pero a poco se le dio por trotar a sobrepique, de modo que los yuteros iban bruscamente rebotando con sus trastes contra el huesudo lomo de la mula que ya no tenía montura. Y del “contratrote”, la mula pasó bruscamente al galope tendido por entre árboles y matorrales. Ahora los jinetes iban a los alaridos, rogando que alguien los socorriera o que sofrene el animal, pero estaban lejísimo, metidos entre los cerros y nadie los podía escuchar. Pero eso no fue todo. Cuando a toda carrera y de forma desenfrenada iba la mula, esta comenzó a bellaquear como si fuera un brioso potro de tropilla. Se encabritaba y en el aire se contorsionaba como víbora en tierra caliente. Nunca los yuteros, pese a ser del campo, habían visto que un animal se retorciera de tal forma y manera, y para más, con veinte jinetes a bordo. Y cuando ya parecía que todos iban a dar con sus cabezas contra el suelo, el animal se paraba pero inmediatamente recomenzaba su diabólica danza en medio del matorral. Todos seguían como pegados al pescuezo del animal que casi como descarnado, bellaqueaba con locura, ya sin montura, ni estribo, ni freno. Por fin, la mula dejó de brincar pero a poco comenzó una loca carrera por los cerros hasta que ya cerca de Sumalao, bien lejos de sus casas, los dejó caer como bolsas de papas.

Desorientados después de tan diabólica jineteada, los changos pasaron la noche entre los cerros tratando de volver a sus casas hasta que al otro día, sus padres los encontraron golpeados y con sus ropas hechas triza. Cuando por fin pudieron contar lo que les había ocurrido, el viejo Chiquilo que los escuchaba atentamente junto a Raúl Escudero, dijo: “Es la Muladiablo que siempre se les aparece a los yuteros”.

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