inicia sesión o regístrate.
Mi hermana y yo tuvimos la suerte de tener dos padres que se esforzaron toda la vida para asegurarse que pudiéramos estudiar. Arquetipos de una clase media hoy en extinción, nos inculcaron que la educación, el esfuerzo personal y el trabajo arduo son los únicos movilizadores sociales legítimos y válidos.
Que el compromiso con el estudio y con el trabajo, la búsqueda infatigable de logros y una alta tolerancia a la frustración son lo único que se necesita para crecer y para la superación personal.
Que de los fracasos se aprende más que de los éxitos y que no importa cuántas veces tropecemos y caigamos sino cuán rápido y fortalecidos nos levantemos luego de cada caída, que serán inevitables.
Que la riqueza de una persona no se mide en bienes materiales sino por sus lazos familiares y por sus valores.
Se levantaban todos los días a las cinco de la mañana para atender una librería comercial y de artículos escolares que abrían dos horas más tarde. A las nueve de la noche los veía caer dormidos, rendidos del cansancio. Así durante más de cuarenta años.
La librería sigue abierta y es motivo de orgullo familiar. Yo trabajé en esa librería donde mis padres, con su ejemplo, me enseñaron que el trabajo -todo trabajo; cualquier trabajo- dignifica, y que no hay mejor dinero que el ganado con el esfuerzo propio. A lo largo de los años, ese pequeño gran negocio fue escuela de aprendizaje de mis hijos y de mis sobrinos y algún día, espero, de sus biznietos.
Yo tuve la suerte de tenerlos a ellos como padres. Ellos, sin ayuda de nadie, me dieron todo lo que pudieron -incluso más allá de sus posibilidades- para ayudarme a igualar en oportunidades a otros chicos que tuvieron más suerte que yo.
Hay muchos otros chicos en el país que tienen padres como los míos que, por todos los medios, buscan inculcar en sus hijos los mismos valores y proveerles de las mismas herramientas a pesar de cualquier limitación económica, social o estructural.
Hay padres y chicos que son héroes anónimos por doquier.
Hay más héroes anónimos del esfuerzo y de la superación personal que los que los aparatos gubernamentales de turno buscan reconocer. No los podemos ignorar ni invisibilizar. Tampoco podemos bastardear su esfuerzo ni su mérito.
La gran deuda pendiente
Más de un millón y medio de chicos se desconectaron del sistema educativo en los últimos dos años. Más de ocho millones de chicos viven por debajo de la línea de pobreza y más de tres millones de ellos viven en la indigencia.
Allí debe intervenir el Estado. Asegurando que cada chico en todo el país, desde las comunidades wichi pauperizadas y olvidadas en el norte a las comunidades rurales y perdidas en la Patagonia, tenga el mismo acceso a la educación y tengan las mismas oportunidades de aprender, de poder superarse y de crecer.
La deuda pendiente que tenemos, como sociedad, es la de asegurar que nadie se quede rezagado por no tener la misma oportunidad de aprender. Ya tenemos sistemas de exclusión tardíos, crueles y vergonzantes. No podemos permitir que existan sistemas de exclusión tempranos que agraven más el problema a futuro.
Dificultad que será exacerbada, sin duda alguna, por el advenimiento de nuevas tecnologías y formas de hacer negocios.
La noticia ya no es noticia. Lucid, una empresa de autos eléctricos de Sillicon Valley, comenzó a fabricar sus primeros autos en septiembre y a finales de octubre entregó unas pocas decenas de unidades a sus primeros clientes. Sin embargo, tan solo en un mes, Lucid Motors superó el valor en bolsa de una empresa centenaria como Ford.
Esta es la nueva realidad. Este es el nuevo mundo que viene. Un mundo que creará vida con biogenética y bioingeniería. Que diseñará organismos robóticos imbuidos de inteligencias artificiales. No el mundo que nuestros políticos -dinosaurios protegidos por una región atrasada y pauperizada como América Latina en general y por Argentina en particular- no quieren ver. Peor, que buscan ocultar tapando el sol con las manos.
¿Qué lugar les estamos dando en ese mundo a nuestros chicos? ¿Cómo los estamos preparando? ¿Qué les estamos enseñando? ¿Qué ejemplo les estamos dando?
Bartolomé Mitre, en 1860, en pleno auge de la Primera Revolución Industrial lo había entendido e inauguró escuelas secundarias en muchas provincias.
Sarmiento lo entendió todavía más y abrió escuelas primarias a lo largo y ancho del país; triplicando la cantidad de chicos que asistían en ese entonces al colegio.
Roca también lo entendió, haciendo que la educación fuera laica, gratuita y obligatoria y que se extendiera en esa modalidad para todos los niños de entre 6 y 14 años, aún enfrentándose al poder de la Iglesia Católica colonial. No es casualidad que en ese período se haya verificado “la política de extensión de la educación pública más temprana y enérgica de América Latina (y solo comparable a la de Uruguay)” como afirma Gabriel Adamovsky en su libro “Historia de la Argentina”.
Pero nuevos tiempos y conocimientos traen consigo aparejadas nuevas complejidades.
La educación en todo el resto del planeta fue adecuándose a los desafíos que fueron imponiendo las distintas revoluciones industriales. La nuestra no. Se quedó rezagada y hoy rezuma arcaísmo y obsolescencia. No solo no prepara a los chicos y a los futuros profesionales a los desafíos de esta Cuarta Revolución Industrial ya en plena expansión, sino que ni siquiera los prepara adecuadamente para las revoluciones industriales anteriores, ya por completo comoditizadas.
La educación dejó de ser el gran igualador social. Por ignorancia y desinterés de todos los gobiernos argentinos desde 1990 hasta la fecha. Por ideologías desubicadas y marchitas. Por intereses políticos y sindicales. Por desidia y mezquindad. Por demagogia. Por necedad y ceguera. Por falta de formación docente y por sindicatos arcaicos y mezquinos. Por falta de interés de la sociedad argentina. Por falta de instinto de superación. Por crueldad.
Arreando burros
La demagogia y el populismo necesitan de dicotomías para empoderarse y ganar espacio público y agenda política. Para cooptar acólitos haciéndolos tomar partido por una u otra posición aún cuando éstos no tengan la menor idea sobre lo que están discutiendo. Solo lo hacen porque su tribu así se los ordena.
El populismo, como toda forma de autoritarismo paternalista, necesita una población infantilizada que discuta sin saber de qué habla ni por qué defiende con tanto fervor lo que defiende. O lo que ataca.
El fundamentalismo tribal es otro de los tantos problemas de nuestra sociedad. Eso es lo que sucedió, por ejemplo, cuando se instaló la falsa y absurda dicotomía entre “igualdad de oportunidades” y “mérito”. Cuando se confunde, además, “igualdad” con “igualitarismo”.
Si de una manera genuina, todos los chicos tuvieran la misma oportunidad de acceso y, no menos importante, si todos ellos tuvieran el mismo interés por progresar, entonces quien lo logre lo hará por sus condiciones naturales, por su talento o por su mérito personal. Si existe una persona que, aún sin ser la más talentosa ni tener las mejores condiciones naturales, se levanta todos los días a las 6 de la mañana, sale a trabajar y luego estudia al terminar su día laboral; ¿no se le debe reconocer -y hacerlo en gran medida- su esfuerzo y su mérito personal?
Porque esa persona quizás no resulte ni la más talentosa ni la más dotada, pero, y estoy firmemente convencido de esto, siempre va a poner lo mejor de sí mismo. Por encima de la igualdad de oportunidades que otro se encargó de proveerle o, incluso, por encima de sus propias limitaciones naturales. En cada ocasión.
Una sociedad que no reconoce y que no premia el esfuerzo y el mérito está condenada al fracaso. Sin atenuantes. Sin remedio. No reconocer el mérito quita toda motivación; elimina el desafío. Crea las condiciones para el “todo vale”. Entroniza la mediocridad. Nos iguala a todos hacia abajo buscando hacernos renunciar a toda alteridad. Un vasallaje moral, social, intelectual, laboral y personal. Burros atados a una noria. Un espanto de sociedad.
Como soy cínico debo confesar que creo que este es el propósito último. Hacernos dependientes. Hacer del infantilismo y del paternalismo una política de Estado y llevarnos a todos al punto de depender de la dádiva “generosa” y por completo discrecional.
El pobrismo y la fábrica de pobres como una forma de entender y ejercer el poder. Una igualdad de oportunidades ex post que asegure que solo algunos puedan “triunfar”. Sin importar nada más. Ni cuán preparados estaban, ni cuánto esfuerzo pusieron para ello. Un sistema que premia a acólitos, militantes y acomodados y que penaliza toda iniciativa de esfuerzo y de superación personal no alineada con los objetivos de quien sea que gobierne en ese momento. Una política oficial de ahogamiento de la valía personal.
Condenándonos al fracaso
“En el mundo están ocurriendo cosas increíbles”, le decía (José Arcadio Buendía) a Úrsula. “Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos mientras nosotros seguimos viviendo como los burros”. Gabriel García Márquez en “Cien años de soledad”. Macondo. Argentina se parece cada vez más a ese lugar imaginado surreal.
Mientras no nos erijamos sobre valores básicos; mientras no premiemos el esfuerzo y condenemos de manera inequívoca la toma de atajos; mientras no modernicemos los programas educativos y los planteles docentes; entonces, solo podemos quedar condenados a seguir dando vueltas y vueltas como burros atados a la noria del atraso y de la pauperización intelectual, económica y social.
Condenados a seguir quedando afuera de las permanentes y sucesivas revoluciones tecnológicas que, de ahora en más, se sucederán una tras otra cada vez a una mayor velocidad.
Condenándonos a nosotros y a las generaciones que vienen a esa “africanización” que tanto nos irrita escuchar. Pero que, cada vez, se vislumbra más y más como nuestra única posibilidad real.
Burros atados a una noria. Dando vueltas sin cesar.
.
.
.
.