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Hace apenas una semana, los diputados que consideramos que evitar el default era un tema central dimos nuestro aval al derecho y la obligación del Gobierno nacional de refinanciar la deuda con el Fondo Monetario Internacional y evitar el default. No apoyamos, en cambio los términos ofrecidos por el Presidente y su ministro, porque no reducen el gasto público, eluden cualquier reforma de fondo y solo ponen la atención en una mayor presión tributaria.
No sé si los gobernantes visualizan la magnitud estructural del déficit endémico, que solo se resolverá con racionalidad y progresividad, estímulo a la inversión productiva y seguridad jurídica. Es claro que si un Estado gasta más de lo que produce se ve obligado a financiar el faltante con créditos genuinos o con inflación. Si uno está obligado a endeudarse, el mejor acreedor es el FMI, por las tasas que cobra. Pero si, por el contrario, la única solución para reducir el déficit que se les ocurre consiste en inventar o multiplicar impuestos. En el análisis del presupuesto sobran los ejemplos de gastos suntuarios destinados a financiar a agrupaciones políticas. O la multiplicación de ministerios e infraestructura cuyo objetivo central es nombrar amigos (o adiestradores de perros) con sueldos de privilegio.
Por este camino el problema se prolongará en el tiempo.
Y la primera decisión conocida en el fin de semana lo dice todo: el Poder Ejecutivo decidió restringir la libertad de comerciar -que es garantizada por la Constitución- y aumentar los derechos de exportación en los subproductos de la soja.
Otra vez para salvar el desmadre administrativo vuelve a declararle la guerra a uno de los sectores productivos que es, y lo será por mucho tiempo, la columna vertebral de la economía argentina. Esto es mucho más cómodo que resignar aquellas partidas destinadas netamente al clientelismo y al mantenimiento de sus estructuras y grupos de choque. La política ha perdido, como horizonte, el verdadero sentido de la existencia del Estado. El Gobierno nacional está actuando en contra del interés del ciudadano. Solo 2 millones de trabajadores sostienen a la masa que percibe recursos del Estado. Y el Estado tiene que recuperar su verdadero rol: servir al ciudadano y no a una estructura clientelar que lo mantenga en el poder.