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Los datos económicos de las naciones del mundo contabilizan como producción el resultado de una actividad que se ha realizado contra un pago. Precisamente esa es la definición de trabajo en su concepción actual: actividad por la cual existe una retribución en dinero.
Según esta mirada de la actividad económica, hay millones de mujeres económicamente invisibles: todas aquellas que a pesar de trabajar duramente en sus hogares (cocinando, limpiando, cuidando, etc.) no son tenidas en cuenta como agentes generadores de riqueza material.
Imaginemos por un momento qué sucedería si todas esas mujeres invisibles pudieran trabajar contra un pago. En primer lugar, el ingreso por habitante de la nación aumentaría ostensiblemente, se reducirían drásticamente los niveles de pobreza, y, al contribuir con impuestos, aumentaría la recaudación de los gobiernos. Además, como la gran mayoría de las mujeres que no trabaja contra un pago pertenecen a estratos de ingresos familiares medios y bajos, se reduciría notoriamente la desigualdad.
Una manera de denominar ese potencial productivo de los países es lo que se conoce con el nombre de bono o dividendo de género.
Pero queda siempre pendiente responder a la siguiente pregunta: si salen todas al mercado de trabajo ¿quiénes se hacen cargo de lo que ahora hacen ellas en sus casas? Esta no es una pregunta retórica, sino que ilumina acerca de la importancia del trabajo doméstico no remunerado y visibiliza la realidad de millones de mujeres del mundo.
Podríamos preguntarnos: ¿Por qué son ellas las responsables casi de manera absoluta de esas tareas? El número de hombres y mujeres en la población adulta es casi el mismo. Solo para mencionar un ejemplo, la población entre 25 y 59 años de la Argentina hoy, año 2022, es de 21 millones, de los cuales 10,5 son hombres, mientras que 10,5 son mujeres. Por qué entonces 9,7 millones de esos hombres trabajan para el mercado, versus 7 millones de mujeres. O bien ¿por qué hay 3 millones de mujeres fuera del mercado laboral ocupándose de las tareas domésticas?
Además, es bien sabido que las 7 millones de mujeres que trabajan para el mercado lo hacen en actividades tales como la educación (maestras), la salud (enfermeras) y el trabajo doméstico ... remunerado! Es decir, la gran mayoría (alrededor de un 80%) hacen -para el mercado- lo que hacen las "económicamente inactivas" para que la vida marche como debiera: cocinando, limpiando, lavando y cuidando niñas, niños y personas mayores. Esto último todavía más dramático en sociedades como las latinoamericanas, en las que una gran parte de las personas ancianas no tienen posibilidades de acceder a cuidados profesionales dignos y seguros.
Se trata de empleos cuya productividad y remuneración están claramente por debajo del promedio. Una maestra gana casi un 20% menos que un ocupado promedio de la economía (y casi un 30% si ese ocupado promedio es un hombre). Una empleada doméstica percibe una remuneración de un 67% más baja que el promedio y un 71% menos que el ingreso promedio de un hombre. Es decir, las mujeres que trabajan por un salario están concentradas en ramas de la economía que tienen una productividad y un nivel de remuneración mucho más bajos que el promedio de la economía.
Esta división sexual del trabajo es claramente desventajosa para la mujer, como lo es cuando las parejas se disuelven. Cuando esto ocurre, los hijos quedan a cargo de sus madres, que se "especializaron" en aquellas actividades por las que el mercado no se hace cargo, y cuando lo hace, paga un salario muy por debajo del promedio general. Más bocas que alimentar, menos recursos que comandar. Esto conduce inevitablemente a una situación de pobreza altamente desigual por gé nero.
No es una casualidad que los programas de protección social vigentes en casi todos los países de América Latina (y en Estados Unidos también), pongan foco en los niños como destinatarios y en la población femenina como titulares de los beneficios. Por ejemplo, según los últimos datos del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, en la Argentina el 91% de los titulares de la tarjeta Alimentar son mujeres. Es que son precisamente ellas las que están cuidando de sus hijos, lo que a la vez les absorben una cantidad de tiempo apreciable que no pueden usar para generar ingresos.
Las desigualdades que se han enquistado en la sociedad contemporánea se manifiestan despiadadamente en ciertos grupos de población desfavorecidos; entre ellas las mujeres. Una economía que crece usando como locomotora la desigualdad de ingresos y la degradación ambiental multiplica desigualdades en estos grupos desfavorecidos: naciones rezagadas en un mundo desigual, provincias rezagadas en naciones desiguales, grupos rezagados en provincias desiguales. Hay muchas más mujeres sin ingresos propios que hombres sin ingresos propios (20% versus 9% en la Argentina hoy), pero una mujer en Salta percibe un ingreso mucho menor que una mujer similar en todo, pero que vive en Ciudad de Buenos Aires, aunque un poco más que otra que vive en Nigeria.
Es momento de actuar sobre estas desigualdades que no solo se dan en múltiples dimensiones (aquí enfatizamos las del trabajo principalmente), sino que en ciertas circunstancias se superponen y actúan conjuntamente (la figura de la mujer, que no solo es mujer, sino negra, sola y pobre). Aquellos medios y partidos políticos que centralizan la visión y ensalzan ideas similares al del "sueño americano" y la "igualdad de oportunidades" no ayudan en estos casos. Tampoco lo hacen la retórica, ni, lamentablemente, el uso del lenguaje inclusivo.
Los factores que mantienen vivas estas desigualdades fueron cambiando, y para bien. Es cierto. Ya no se enseñan "labores" a las niñas en las escuelas, como se hacía no hace mucho tiempo (en la década de 1970 en la Argentina). Pero aún está fuertemente enraizada la visión sexista en muchas dimensiones de la vida de las personas. Un sistema económico fundado en la explotación no puede menos que explotar a los más explotables. El hilo se corta siempre por lo más delgado.