La historia argentina enseña que los procesos de reorganización de la economía demandan gestos y aptitudes políticas extraordinarias.
inicia sesión o regístrate.
La historia argentina enseña que los procesos de reorganización de la economía demandan gestos y aptitudes políticas extraordinarias.
Tomemos sino el ejemplo de los cambios radicales y bruscos ejecutados, en 1975, por Celestino Rodrigo, entonces ministro de Economía de Isabel Perón.
Este giro dejó atrás la estrategia de Pacto Social impuesta por Perón y convalidada por el verticalismo sindical liderado por José Ignacio Rucci.
Para comprender bien el curso de aquellos acontecimientos es preciso recordar que la democracia (recuperada apenas un año atrás) estaba jaqueada por un nuevo actor: El terrorismo que, entre otros objetivos, se planteaba "acabar con la burocracia sindical" a la que asesinaba y hostigaba en las fábricas.
Y recordar también que la hecatombe que siguió al fallecimiento de Perón y al asesinato de Rucci tenía un componente internacional: la crisis del petróleo.
Contra lo que se dice en estos días, el estallido se produjo -nada más ni nada menos- que por la dura reacción del mayoritario y disciplinado sindicalismo peronista que, acosado por las izquierdas y ninguneado por la nueva conducción económica, decidió una huelga general por 48 horas. El superficial manejo político de aquella crisis reunió en un solo haz, en una misma trinchera, a las dos almas básicas del sindicalismo peronista que tan bien expresaron Augusto Timoteo Vandor, Raimundo Ongaro y quienes se sumaron al "Cordobazo" (1968).
La movilización sindical de 1975 fue contundente y obligó a Isabel Perón a dar marcha atrás en su decisión de anular los acuerdos salariales (paritarias) suscritos por los sindicatos y la gran patronal.
A la desorganización de la economía (que alcanzó niveles insospechados) se sumó el recrudecimiento del terrorismo. Con ambas señales en la mano, las fuerzas golpistas se preparaban para tomar el poder que se derrumbaba.
Un nuevo escenario
Desde entonces, muchas cosas han cambiado: si bien estamos ante una nueva y grave desorganización de la economía (con sus secuelas de inflación, estancamiento y aumento de la pobreza), las dos perversas serpientes del golpismo y el terrorismo han desaparecido.
A su vez, el "movimiento obrero organizado" es más plural que en los años de 1970 y comparte cartel con poderosas organizaciones de trabajadores de la economía popular, de desocupados, de pobres, de excluidos.
Desde hace poco más de dos semanas, la Argentina tiene un nuevo gobierno que llega cargado de originalidades y que exhibe un apoyo electoral inédito para un discurso crudamente liberal como el que enuncia su líder.
En las dos orillas de la grieta que (aún hoy) divide a los argentinos, emergen voces de intolerancia, clamores de guerra, que alientan un enfrentamiento que algunos imaginan, sueñan y ansían terminal ("o ellos o nosotros").
Estamos (ojalá me equivoque) ante una situación en extremo delicada. Sin diálogo entre los actores moderados de uno y otro lado de la gran divisoria de aguas, el conflicto -que asoma inevitable- será dirigido por quienes sueñan con una Argentina monocolor, excluyente, injusta, definitivamente crispada.
No obstante, también es posible advertir que los resultados electorales han diseñado un conjunto de oportunidades positivas para los intereses generales de los argentinos; oportunidades que tenderán a concretarse en la medida en que los actores con altas responsabilidades (gobierno, sindicatos, empresarios, organizaciones sociales, pensadores, intelectuales públicos) depongan radicalismos.
Suena absurdo pretender que los sindicatos y las organizaciones sociales acepten sin rechistar el ajuste y las reformas estructurales que imaginan, a sus espaldas, los nuevos funcionarios. Sobre todo, cuando, como es notorio, los poderes fácticos y los grandes ganadores del quinquenio pasado presionan al gobierno de Milei y pretenden mantener sus privilegios.
No cabe pasar por alto que -bajo el anterior gobierno- los vapuleados sindicatos y muchas de las organizaciones sociales han hecho enormes esfuerzos, resignando derechos, rebajando al mínimo los índices de conflictividad. Esfuerzos que han de valorarse positivamente en términos de paz social y no como meros gestos de disciplina, obsecuencia o complicidades del sindicalismo peronista con los gobiernos del mismo signo ideológico.
Armonización
Por supuesto, la Argentina demanda también la armonización entre los derechos de protesta y huelga con los otros derechos fundamentales (circular, trabajar).
Pero esta armonización no puede buscarse en los despachos donde se diseñan protocolos que, a buen seguro, la realidad y la crisis dejaran en ridículo.
La Argentina necesita una política de rentas consensuada, que distinga entre la inflación pasada y la inflación esperada (al estilo de lo que se diseñó en los españoles Pactos de la Moncloa), que incluya un sendero eficaz de reducción de la inflación sin mengua del nivel de empleo, y comprometa medidas para reparar daños que impactan especialmente en el Norte Argentino.
El asistencialismo mezquino debiera ser reemplazado por acciones que promuevan la innovación, el empleo decente, la construcción de viviendas, y la urbanización de los asentamientos precarios que ofenden la dignidad humana y ponen en entredicho los valores de la Constitución Nacional.