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En la campaña electoral del año 2007, la entonces candidata presidencial Cristina Fernández de Kirchner prometió que se abocaría a mejorar la "calidad institucional" de Argentina. Obviamente, la promesa nunca se cumplió, por el contrario, en 2009 el país pasó de ocupar el puesto 93 al 114 entre 191 naciones rankeadas. Después del cuarto gobierno kirchnerista, ubicada en el segundo lugar de las graves responsabilidades institucionales, su partido de gobierno logró que el país pasara al puesto 116 en 2022.
Cualquiera sea el candidato presidencial electo en las elecciones de octubre y noviembre, lo primero que habría que pedirle -o decirle que al menos lo tenga en cuenta- es que las instituciones argentinas requieren de inmediato recuperar no solo el poder de la autoridad sino la reformulación de sus funcionamientos. Y esto va mucho más allá de una simple limpieza de ministerios y de una "cuestión moral".
La decadencia de los últimos catorce años carcomió el sentido de las instituciones, desbarató el conjunto de normas de convivencia en la sociedad argentina, diluyó normativas y reglas de juego en las relaciones económicas internas y externas al punto de convertir en inviable la posibilidad de inversiones, instaló un estado de inseguridad e incertidumbre nunca visto en la historia nacional, dejó el triste desbalanceo por la supervivencia y vació de contenido a los derechos más elementales de los argentinos.
El año 2023 debería ser recordado por las siguientes generaciones como la oportunidad más valorada para recobrar un sendero institucional munido de racionalidad, orden y crecimiento de un país que exhibe al mundo riquezas desaprovechadas y un alarmante grito interno en favor de un desarrollo coherente con sus fuentes de producción.
A esta altura de los acontecimientos se puede afirmar que el Poder Ejecutivo Nacional, una de las principales instituciones, ostenta un perfil "fallido" por su falta de autoridad y de poder real, una situación que ya ni siquiera refleja el "bicefalismo" inicial. El tema no será el carácter del nuevo mandatario/a sino la capacidad política de dirigir el destino de la Nación.
Existe hoy un Congreso nacional de cuya tarea legislativa se desprende la parálisis institucional, sobre todo cuando queda de manifiesto la incapacidad de acordar y zanjar diferencias por una simple ley de alquileres. Las maniobras especulativas para los "quórum", son moneda corriente, y distraen de lo esencial: lo que esconde es la mezquindad de los representantes en ambas cámaras para avanzar en temas de enorme importancia para el país, sujetos más a necesidades personales que institucionales. El Congreso hoy, no decide, posterga, incluyendo el tratamiento del Presupuesto Nacional para 2024.
Una institución esencial como lo es el Poder Judicial está jaqueada, pero resiste, aunque no se le escapa a los miembros de la Corte Suprema de Justicia que el sistema judicial, en todas sus escalas, está agotado y que su reformulación debería ser inminente. La inseguridad que azota las calles del país reclama de inmediato la revisión de ese sistema y la cobertura de vacantes de jueces y fiscales, algo elemental para que se cumplan las leyes en el territorio nacional, particularmente las destinadas a perseguir el narcotráfico, por citar solo un tema.
Si los tres poderes se encuentran en semejantes estadíos, se puede imaginar fácilmente la situación del resto de las instituciones municipales, provinciales y otras nacionales. El país está parado por la desintegración institucional, las culpas van y vienen de las provincias a la Nación, de los municipios a los gobiernos provinciales, sin que nada se resuelva.
¿Se puede hablar ya de "gravedad institucional"? La figura jurídica, el concepto de "gravedad institucional", ha sido construido por la Corte Suprema de Justicia de la Nación y comprende "aquellas cuestiones que exceden el mero interés individual de las partes y afectan de modo directo a la comunidad".
¿Puede entonces un ministro de economía usar su libertad individual para satisfacer los anhelos del partido de gobierno emitiendo medidas económicas que desbordan las arcas genuinas y dejan una herencia de pérdidas inconmensurables para el próximo gobierno? Esas medidas, aparentemente generosas, ¿"exceden el mero interés individual de las partes y afectan de modo directo a la comunidad"? Pareciera que sí.
Emular constantemente el "estado paternalista" contribuye a viciar la institucionalidad, el exceso atenta contra varios derechos establecidos por la Constitución Nacional, conmueve a una sociedad de por sí ya atónita frente a los vaivenes políticos y económicos, estimula aún más la anomia en que está sumergida. Sobre todo, sus efectos trascienden las proyecciones que puedan tener en el futuro. Hay aquí al menos dos o tres de los puntos que determinan la gravedad institucional.
Los argentinos en su conjunto han llegado a un nivel de hartazgo en el que piden que al menos se restablezcan sus derechos básicos desde el mismo momento en que asuma un nuevo gobierno: derecho a la vida, derecho a la integridad física, derecho a la libertad, derecho a peticionar a las autoridades, derecho de usar y disponer de la propiedad, derecho de publicar libremente sin censura previa, derecho a enseñar y aprender, entre otros.
La calidad institucional no debería referirse solamente a las relaciones económicas, sino a organizar una serie de normas y procedimientos que las instituciones restituyan o fomenten para mejorar la convivencia en todos los sectores de la población.
En síntesis, el proyecto debería apuntar a un nuevo "Contrato Social" que supere las resquebrajaduras de una sociedad doliente, asimismo cambiante a causa de las transformaciones mundiales, y deseosa de certezas mínimas en un principio, pero capaces de iluminar un futuro probable. Un contrato destinado a superar la fragmentación social, que privilegie los acuerdos comunes y esboce objetivos hacia el futuro, satisfactorios para la mayoría argentina.