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China celebra jubilosamente el 75° aniversario de su revolución. Cuando en octubre de 1949 el Ejército Rojo comandado por Mao Tse -Tung desfilaba triunfalmente por las calles de Beijín y el Partido Comunista se hacía cargo del poder para poner término a una guerra civil que había ensangrentado al país durante décadas, nadie en Occidente podía imaginar que el mundo asistía al nacimiento de una superpotencia que en el siglo XXI disputaría el liderazgo global con Estados Unidos.
Para entonces ya había quedado en el olvido una profecía de Napoleón Bonaparte: "cuando China despierte el mundo temblará". En aquel momento el coloso asiático, que según las estadísticas había sido durante varios siglos de espléndido aislamiento, y casi inadvertidamente, la primera potencia económica mundial, había perdido el tren de la primera Revolución Industrial y entraba en una etapa de decadencia que se prolongó durante 150 años e implicó la humillante derrota ante Gran Bretaña en la guerra del opio que llevó a la pérdida de la soberanía en sus ciudades costeras.
Pero en Oriente la noción del tiempo es muy diferente a la de Occidente. Para los occidentales el tiempo suele concebirse en términos de la duración de la vida humana. En Oriente es un concepto mucho más extenso, más próximo a la eternidad, que incluye la sucesión de las generaciones. Para China lo transcurrido entre 1800 y 1949 fue apenas una pausa en su historia imperial. Con Mao comenzó una nueva dinastía auto-percibida como comunista, continuada luego por Deng Xiaoping y ahora por Xi Jinping.
Cualquier mención al famoso "milagro alemán" o a cualquier otro de los "milagros económicos" sucedidos en el último siglo empalidece al lado del "milagro chino". Cuando Mao asumió el poder en un país sacudido periódicamente por gigantescas hambrunas su promesa era garantizar "una taza de arroz para cada chino todos los días". Hoy el hambre ha desaparecido de una China donde existe una nueva clase media ascendente de más de 300 millones de habitantes, una cifra similar a la población total de Estados Unidos, que tiene hábitos de consumo propios del mundo desarrollado.
Paradójicamente, el mayor punto de inflexión en esa historia de la dinastía comunista fue la desaparición de Mao y el ascenso de Deng. En 1979 el ingreso anual por habitante en China era de 84 dólares. Actualmente es de 12.000. Los números son apabullantes: en los últimos 45 años, a partir de las reformas internas y la apertura internacional promovidas por Deng, el Partido Comunista Chino impulsó el proceso de desarrollo económico más exitoso de la historia mundial del capitalismo.
Este aparente contrasentido reconoce hondas raíces históricas. George Kennan, el antecesor de Henry Kissinger como arquitecto de la política exterior estadounidense durante de la guerra fría, decía "en Asia todo es distinto, incluso el comunismo". Antes, el propio Carlos Marx explicaba que sus tesis sobre las leyes que determinaban la evolución de la historia económica mundial no incluían a Asia.
Según Marx, en Asia regía lo que bautizó como el "modo de producción asiático", un modelo en que la minoría dirigente que concentraba el poder político detentaba la propiedad de los medios de producción. En China esa minoría estaba encarnada por el clan imperial y el mandarinato, una institución integrada por una burocracia reclutada por su elevada competencia profesional encargada de la administración del Estado.
En esa nueva dinastía fundada por Mao, el Partido Comunista, que Lenin definía como el "partido de vanguardia", formado por "revolucionarios profesionales" que tendrían a su cargo la dirección de la revolución y luego, una vez triunfante, la conducción del Estado, cumple el papel del antiguo mandarinato.
El "ascenso pacífico"
Con sus ochenta millones de afiliados, que son sometidos a un riguroso examen de idoneidad para su admisión, el PCCH es la organización política más importante del mundo, aunque más que un partido es más bien una "clase dirigente" que gobierna con un consenso mayoritario cimentado en el éxito económico y la elevación del nivel de vida de la población.
El periodista australiano Richard McGregor, quien entre 2000 y 2009 se desempeñó como corresponsal en Beijing del "Financial Times", escribió un libro titulado "El Partido" que describe la naturaleza del PCCH, las características especiales de su estructura y su interpenetración con la emergente burguesía china, con la que configuran un matrimonio indisoluble.
En un diálogo con un jerarca del PCCH, a quien McGregor interrogaba sobre la contradicción entre la ideología comunista proclamada en el relato oficial y el giro capitalista inaugurado por Deng, su interlocutor le respondió sonriente: "Mire, nosotros somos la dirección del Partido Comunista. Por eso somos nosotros quienes dictaminamos lo que es comunista y lo que no lo es". En esa brutal franqueza está implícita la tradición del mandarinato imperial. Con su clásico pragmatismo, Deng lo explicaba de otra manera: "No importa que el gato sea blanco o negro sino que sepa cazar ratones".
China es la segunda economía mundial. Aunque su ritmo de crecimiento tiende a disminuir, su velocidad es mucho mayor que la de la economía estadounidense. Más temprano que tarde el producto bruto interno chino superará a Estados Unidos, aunque ese hecho no elimine la disparidad entre el ingreso por habitante entre ambas superpotencias.
La superioridad militar de Estados Unidos, derivada de un liderazgo tecnológico profundizado con el desarrollo de la inteligencia artificial, obliga a China a atenerse a la máxima de Deng cuando hablaba del "ascenso pacífico", una clave estratégica que implicaba eludir una confrontación con Estados Unidos, y a otro consejo a sus compatriotas, a quienes recomendaba "esconder nuestras capacidades y esperar el momento oportuno", una adaptación menos intimidante que un antiguo axioma de Mao: "mano de seda con puño de hierro".
Pero el proceso de globalización de la economía y la dinámica del neocapitalismo chino determinan una creciente participación en la economía mundial que lleva a una inevitable competencia con Estados Unidos. Ante ese desafío, y con plena conciencia de los límites que le impone su inferioridad militar, Beijing diseñó una estrategia basada en su poderío económico, derivado de su gigantesco mercado interno y de su enorme capacidad de inversión.
Los ejes de esa estrategia son el proyecto de la "Franja y la Ruta de la Seda" y la creación de los BRICS, una asociación integrada originariamente por China, Rusia, India, Brasil y Sudáfrica, a la que fueron ingresando un conjunto de países, entre ellos, Irán y Arabia Saudita.
En su conjunto los BRICS acumulan un 24% del producto bruto global y albergan al 42% de la población mundial. Hay que consignar que India desplazó a Gran Bretaña como quinta potencia económica en un ranking en que Rusia ocupa el décimo puesto, Brasil el undécimo lugar y Sudáfrica, que está bastante más atrás, aparece como el país más relevante de África. Todas las proyecciones indican que en 2050 los BRICS serán el mayor bloque económico mundial.
En América Latina, China tiene un creciente protagonismo. Es ya el primer socio comercial de América del Sur. Firmó tratados bilaterales de libre comercio con Chile, Perú y Costa Rica, que a su vez tienen acuerdos similares con Estados Unidos. En 2023 la exportación de automóviles chinos en la región superó por primera vez a las ventas de las firmas estadounidenses.
Las inversiones chinas no reparan en fronteras ideológicas. Abarcan desde la radicación de una planta de automóviles eléctricos en el Brasil de Lula hasta la construcción de un lujoso edificio de siete pisos para la Biblioteca Nacional en El Salvador de Nayib Bukele. Esto permite que el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou impulse un acuerdo de libre comercio entre China y el Mercosur.
La reunión del Foro de Cooperación China-CELAC, acrónimo de la Conferencia Económica de Latinoamérica y el Caribe, a celebrarse en enero de 2025 en Beijing, al que anunció su participación el presidente argentino Javier Milei, será el próximo hito de una asociación impuesta por las circunstancias.