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La negativa argentina para adherir al Pacto del Futuro sugiere más bien una sobreactuación personal del presidente Javier Milei que una decisión estratégica en materia de política internacional.
Los 56 puntos del mencionado pacto apuntan a un acuerdo internacional orientado a buscar soluciones compartidas a problemas planetarios candentes e ineludibles, pero no utiliza un mensaje perentorio ni de sometimiento.
Es muy forzado encontrar en esa propuesta un esquema de "cultura wok" como la que señaló el presidente. No se puede juzgar una evolución cultural por ciertos excesos, y es curioso que, en nombre de la libertad absoluta, tan absoluta que tiene como meta la eliminación del Estado, se cuestione el matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho al aborto o a la elección del género. Esto no quita el disparate de algunos activistas que atacan violentamente a la Iglesia y a todos los credos que no los avalan.
O se cuestione el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas a vivir según sus tradiciones, aunque eso no los habilita para organizar bandas de saqueadores, que usurpan tierras ajenas y pretenden impunidades basada en supuestos "derechos sagrados" en loa que la Justicia no puede entrar a investigar lo ocurrido con un activista desaparecido en las aguas de un río patagónico. Tampoco es asimilable la propuesta de fijar metas para controlar el cambio climático, más allá que muchas de estas medidas apuntan a convertir a los países sudamericanos en parques nacionales sin acceso al desarrollo, mientras Estados Unidos, China, Europa y los países de medio oriente siguen dependiendo y aprovisionando de combustibles porque, cincuenta años después, se mantiene intacta la economía fundada en los hidrocarburos. Cabe recordar que los presidentes Néstor Kirchner, Rafael Correa y Lula Da Silva, en la primera década del siglo,
también se opusieron a ceder soberanía y decidieron no modificar sus políticas ambientales y productivas. Milei coincide, probablemente, con las miradas de Donald Trump, Jair Bolsonaro y su amigo Elon Musk, discutibles, como todo en la vida.
La ONU acredita un mérito, y es el de haber sostenido por 80 años una paz global después de las dos grandes guerras. Es cierto que en ese período se han producido conflictos de diversa intensidad en el planeta, la pesadilla nuclear se mantuvo latente, hubo guerras que involucraron a la misma ONU, como la primera Guerra del Golfo en 1991 (no la invasión de 2003); también, que el terrorismo se ha convertido en una práctica destructiva, inspirado en convicciones nacionales, étnicas y culturales. Incluso. miembros del organismo profesan una clara posición antioccidental, como Rusia, en toda su política exterior (visible u oculta) y en su invasión a Ucrania; Irán, usina del terrorismo y ahora enfrascada en una guerra no declarada de exterminio con Israel, y todos los países revisionistas que reivindican ancestrales memorias imperiales.
¿Ganaría algo el mundo si la ONU expulsara a esos países, entre los que necesariamente debe incluir a China? Oponerse al multilateralismo, como lo hace Milei, ¿No supone proponer una nueva fractura entre dos bloques, liderados uno por EEUU y el otro por China, construyendo un nuevo escenario y nuevas hipótesis de conflicto? ¿Y qué garantías tendrían nuestro país y Occidente de que el desarrollo tecnológico estaría de este lado, y no del otro? Hoy, el océano Pacífico y el Índico son un escenario de tensiones de desenlace incierto.
Milei tiene razón en defender la soberanía argentina y el libre comercio con cualquier mercado del mundo o cuestionar las incursiones de organismos para evaluar cuestiones internas. Pero la ONU no es un organismo de gobernanza mundial, no es un Leviatán planetario, es decir, un Estado global capaz de someter al mundo. Enfrentarse con todos, negarse a trabajar sobre 56 objetivos bastante imprecisos, pero válidos, no es lo diplomáticamente recomendable.