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La revolución en Siria y el ascenso de Erdogan

Miércoles, 22 de enero de 2025 01:40

A medida que el humo de los combates se disipa y permite visualizar mejor el nuevo escenario en Siria, signado por la consolidación del gobierno provisional hegemonizado por los islamistas del Hayat Tahrir al-Sham (HTS), la organización islámica comandada por Abu Mohammed al Jawlani (un ex militante de Al Qaeda), empieza a comprenderse que el gran ganador de la crisis es la Turquía de Recept Tayyip Erdogan, cuya influencia gravita decisivamente en el rumbo político de los vencedores, a quienes brindó respaldo financiero y logístico.

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A medida que el humo de los combates se disipa y permite visualizar mejor el nuevo escenario en Siria, signado por la consolidación del gobierno provisional hegemonizado por los islamistas del Hayat Tahrir al-Sham (HTS), la organización islámica comandada por Abu Mohammed al Jawlani (un ex militante de Al Qaeda), empieza a comprenderse que el gran ganador de la crisis es la Turquía de Recept Tayyip Erdogan, cuya influencia gravita decisivamente en el rumbo político de los vencedores, a quienes brindó respaldo financiero y logístico.

Si hasta ahora existía un consenso generalizado en que el derrocamiento de Basher Al Assad, unido al aniquilamiento del aparato militar de Hamas en la franja de Gaza y a las pérdidas experimentadas por Hezbollah en El Líbano, implicaban un golpe demoledor a la estrategia de expansión de Irán en Medio Oriente, emerge ahora otra conclusión, bastante más inesperada, de un episodio que por la inusitada velocidad de su desenlace sorprendió al mundo occidental.

En Medio Oriente la historia siempre redefine la geografía política. No resulta entonces tan extraño que lo sucedido en Damasco, la antigua capital del Imperio Asirio, con la caída la añeja dictadura de Al Assad, protegida por Irán, cuyo régimen islámico asume la herencia del Imperio Persa, otrora hegemónico en la región, haya proporcionado oxígeno al "siglo de Turquía" proclamado por Erdogan.

El líder turco gobierna su país con mano de hierro desde 2003 y nunca resignó su pretensión de reconstruir el antiguo Imperio Otomano, disuelto en 1919 tras su derrota en la primera guerra mundial, que durante varios siglos había sido la potencia rectora en todo el mundo árabe hasta que, como resultado del Tratado de Versalles, fue sustituido en ese papel por Gran Bretaña y Francia, que expandieron el colonialismo europeo.

Erdogan, jefe del derechista Partido Justicia y Desarrollo (AKP), tomó el poder en 2003. Su encumbramiento constituyó el fin de un ciclo de 80 años de hegemonía del Partido Republicano del Pueblo, fundado por Kemmal Ataturk, el artífice de la Turquía moderna, culturalmente laica, surgida de las cenizas del Imperio Otomano nacido en 1453, cuando los ejércitos musulmanes ocuparon Constantinopla (hoy Estambul) y pusieron fin al Imperio Romano de Oriente.

Desde sus comienzos el gobierno de Erdogan experimentó un proceso de paulatina radicalización política que lo llevó desde un "islamismo democrático", exaltado por las potencias occidentales como un ejemplo a imitar para los países musulmanes, hacia una deriva autoritaria que lo emparenta con la Rusia de Vladimir Putin. En 2011 la revista Time todavía lo consideraba un "modelo para los islamistas en ascenso" pero hoy la prensa occidental ubica al régimen turco en la difusa "lista negra" de las "democracias iliberales".

El punto de inflexión ocurrió con el enfrentamiento entre Erdogan y el movimiento Hezit, liderado por el clérigo musulmán Fetullah Gulen, una poderosa organización islámica forjada a imagen y semejanza del Opus Dei que mezcla la tradición religiosa con el liberalismo económico y político. La cofradía apoyó el ascenso de Erdogan pero su creciente influencia en los altos estamentos del Estado generó una colisión que provocó que Gulen se exiliara en Estados Unidos y el gobierno lo acusara de propiciar un frustrado golpe militar en julio de 2016, que desató una oleada de persecución política y endureció a la maquinaría represiva gubernamental. Erdogan reivindica las raíces musulmanas de Turquía, en contraposición al laicismo de Ataturk, e impulsa una reislamización de la sociedad, centrada particularmente en el sistema educativo y en la revalorización del papel de la familia. Prominentes teólogos e islamólogos fueron puestos al frente de las universidades públicas. La imponente basílica de Santa Sofía, sede de la Iglesia Ortodoxa, fue convertida en mezquita.

Este proyecto de restauración conservadora colisiona con la cultura cosmopolita de las clases medias urbanas, que son el baluarte de la oposición. El mensaje oficial divide a "nosotros, el pueblo" y "ellos, las elites corruptas y despreciativas", a las que califica como "un grupo ajeno a su propia cultura y a la Nación". Erdogan caracteriza como "turcos negros" a sus compatriotas que luchan contra las posiciones de poder detentadas por los "turcos blancos", anatemizados como "agentes del Occidente colonialista, portadores de la mentalidad de los cruzados".

En esta síntesis entre nacionalismo e islamismo el régimen de Erdogan encuentra similitudes con otras "democracias iliberales" que identifican la nación con las tradiciones religiosas y en muchos casos con algún añorado pasado imperial. Así sucede en Rusia con Vladimir Putin y el cristianismo ortodoxo, en Israel entre el ultranacionalismo de Benjamín Netanyahu y la derecha religiosa, en India, donde Narendra Modi une el nacionalismo con las creencias hinduistas, en la Italia de Giorgia Meloni con la fusión entre el nacionalismo y la tradición cristiana y hasta en China, un país oficialmente ateo, donde Xi Jinping resucita las enseñanzas de Confucio para justificar su objetivo del "rejuvenecimiento de la nación china". Esa confluencia adquiere hoy dimensión mundial con la asunción de Donald Trump, que sella la alianza entre el nacionalismo estadounidense ("Make American Great Again") y la corriente conservadora del movimiento evangélico.

En este contexto global, Turquía y Rusia guardan sugestivas similitudes. La revolución de Ataturk coincidió cronológicamente con el ascenso de Lenin. Los dos acontecimientos fueron producto de la penetración de ideologías originadas en Europa en sendos países euroasiáticos que tienen una relación ambigua con sus vecinos europeos. Históricamente ambos oscilaron entre esas direcciones opuestas, pero en este siglo la decadencia económica y política de Europa potenció las tendencias proclives al giro hacia Oriente: en Rusia hacia los países del Asia Central, que habían sido parte de la Unión Soviética y anteriormente del imperio zarista, y en Turquía hacia el Medio Oriente, con la vista puesta en las posesiones del extinto Imperio Otomano. Tanto en Rusia como en Turquía el 

poder político está asentado en una alianza estratégica con las religiones dominantes: Putin con la Iglesia Ortodoxa y Erdogan con el islamismo sunita, que disputa la hegemonía en el mundo musulmán con el credo chiita, imperante en Irán. La diferencia cualitativa es que, al igual que la Iglesia Ortodoxa rusa, siempre subordinada al Kremlin, el islamismo sunita no disputa el poder político, mientras que los chiitas, dominantes en Irán pero presentes también en Irak y en el sur de El Líbano, afirman la supremacía del clero sobre el poder temporal, tal cual ocurre en Teherán desde la entronización de Ruhollah Jomeini en 1979.

Entre la OTAN y Rusia

Estas coincidencias permiten que Erdogan y Putin sostengan una relación amigable más allá de las tensiones a las que está sometida Turquía por la ambivalencia derivada de su pertenencia a la OTAN y su dependencia energética del abastecimiento del petróleo y el gas provenientes de Rusia. Esto explica que el gobierno turco condenara la invasión rusa a Ucrania, pero no aplicase las sanciones económicas contra Moscú dispuestas por los países occidentales. Aunque jamás lo admita oficialmente, Erdogan no puede desvincular totalmente los motivos alegados por Rusia para su intervención militar en Ucrania de los argumentos de Turquía en el conflicto que sostiene con la población kurda, una minoría aposentada en su territorio y en el norte de Siria que armas en mano reivindica su independencia. Para Turquía la "cuestión kurda" convierte a Siria en un tema de seguridad nacional y multiplica su interés en lo que sucede en Damasco.

No es impensable que en ese intrincado laberinto que caracteriza a las relaciones bilaterales entre Turquía y Rusia el protagonismo de Erdogan haya facilitado la velada aquiescencia de Moscú en el derrocamiento de Assad. En una explosiva declaración realizada en una mezquita en Teherán, el general iraní Behrouz Esbati acusó a Rusia de "engañar a Siria" y haber colaborado subrepticiamente con la victoria de los rebeldes. Sea o no cierta esta hipótesis, el escenario de Medio Oriente, la región más caliente del planeta, ha ganado un nuevo protagonista, que pretende imponer en Siria el "modelo Erdogan".

* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

 

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