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Algo se ha roto en el relato de la modernidad. El capitalismo y la democracia liberal -que durante décadas marcharon en paralelo y con un rumbo convergente-; se enfrentan hoy a una crisis que no proviene de enemigos ideológicos externos sino de la erosión de su base social: la clase media. Esta clase -esencial para la estabilidad democrática-, se ha convertido en un paisaje carcomido por la tecnología, el desencanto y la desigualdad.
La crisis financiera de 2008 y los rescates bancarios, antes; junto con el desmoronamiento del sueño del ascenso social, después; ambos fenómenos desnudaron un paisaje en el que la economía desregulada y la política no representativa se volvieron indistinguibles; uno en el que la indignación y la ira no se canalizan en una renovación progresista sino en su contrario: en una deriva confusa; en populismos de derecha; en nacionalismos que se disfrazan de rebelión. Mientras la izquierda es incapaz de imaginar un horizonte mejor y se viste de conservadurismo; la derecha se disfraza de revolucionaria. La historia se va quedando sin relato y la democracia sin sujetos que la sostengan.
El espejismo de la prosperidad
Durante siglos, la democracia liberal se alimentó de un pacto explícito que proponía bienestar y libertad. La expansión de las clases medias fue su motor y su escudo frente a cualquier otra alternativa. La educación, la propiedad privada y la movilidad social fueron los tres pilares que convirtieron al ciudadano común en dueño de su destino. Pero en las economías centrales los ingresos reales llevan décadas estancados y el progreso tecnológico -que alguna vez generó empleos y bienestar-, hoy reemplaza trabajo humano con robots y algoritmos. La globalización redujo costos diluyendo el sentido de pertenencia; y lo que ayer era una fábrica con obreros sindicalizados, hoy es una red dispersa de contratos precarizados. La vieja clase media ya no es una base sólida de sustentación; sino un mar de inseguridades y miedos.
El liberalismo, nacido para limitar el poder del Estado y proteger los derechos del individuo, se enfrenta a una paradoja: en su versión actual no garantiza libertad sino vulnerabilidad. Las democracias -que alguna vez se presentaron como la culminación de la historia-, viven hoy atrapadas entre el darwinismo financiero y la impotencia política.
La fractura del progreso
Durante mucho tiempo, la ciencia y el progreso fueron la religión de Occidente. Cada generación debía vivir mejor que la anterior, y esa expectativa moldeó la política, la educación y la cultura. Hoy, esa línea ascendente se ha quebrado. En muchos lados, invertido. La inteligencia artificial, la automatización y la deslocalización han creado una economía en la que los ganadores se concentran en una cúspide muy pequeña y en la que el resto compite por las migajas. La innovación ya no democratiza la riqueza; la concentra. Las cifras son elocuentes. En los años setenta, el uno por ciento más rico de Estados Unidos capturaba menos del 10% del ingreso nacional; hoy captura el 23%.
No es solo una cuestión de codicia individual: es un sistema que premia el talento técnico y penaliza al resto, con severidad. Un sistema en el que la educación de calidad depende del dinero y en el que la meritocracia se convierte en una farsa circular: los ganadores heredan no sólo la riqueza, sino las condiciones para perpetuarla y el relato para hacerlo. El capitalismo tecnológico ha logrado lo que ni los reyes ni los burócratas industriales pudieron antes: convertir la desigualdad en una variable funcional al sistema. Cada avance digital crea nuevos marginados y, sin embargo, el discurso oficial sigue celebrando la "innovación" como si el simple acto de inventar algo garantizara progreso.
Pero la tecnología no es neutra: amplifica el poder de quien ya lo tiene. Lo que fue revolución industrial antes hoy es fe en los algoritmos. Lo que fue lucha de clases, hoy es lucha por la relevancia. El ideario del "bien común" dejó de existir. No existe más ni como relato; ni como fantasía por alcanzar.
La ausencia de un nosotros
La izquierda perdió su voz. El discurso progresista se fracturó en múltiples causas identitarias que no pueden articular un proyecto común. Posmodernismo, multiculturalismo, teorías críticas y luchas sectoriales han reemplazado los fundamentos estructurales con una representación simbólica. El resultado es una izquierda elocuente en lo cultural e irrelevante en lo político. En tanto, las sociedades de mercado imponen un relato que legitima la desigualdad; que se nutre de ella.
Pero cuando la movilidad se estanca y el esfuerzo deja de traducirse en mejora, el mito se convierte en indignación. Y allí donde la política debería ofrecer sentido; calla. Así, la crisis no solo es económica, sino que es espiritual; moral. Es una crisis de propósito; de sentido.
Y de narrativa. Hoy, es la derecha la que captura mejor este enojo: le pone rostro, banderas y enemigos. Y el resentimiento, desprovisto de todo otro horizonte, se refugia en los extremos. Trump y Zohran Mamdani, alcalde izquierdista de Nueva York. Bolsonaro y Lula. Milei y Cristina. Por todos lados sufrimos la diáspora del centro hacia los extremos.
En ese contexto, la política pierde su capacidad de convocar. El ciudadano deja de verse como parte de la comunidad y se percibe como el único garante de su éxito; o de su supervivencia. Los lazos sociales que sostenían el espacio público -sindicatos, asociaciones, partidos, incluso religiones- se debilitaron o se convirtieron en organizaciones corporativas que sólo intentan resguardar su propio bienestar. El "nosotros" que daba sentido a la comunidad se disolvió en un piélago de individuos conectados pero aislados y solos. La colmena conecta mientras aísla y aliena.
El nacionalismo intenta llenar ese vacío ofreciendo identidad. Pero es una identidad basada en la exclusión: un "nosotros" que necesita de un "ellos" para prosperar. La política se reduce a una competencia de agravios, y la deliberación democrática cede al grito. La derecha populista comprende este clima mejor que nadie: no ofrece soluciones, ofrece enemigos. Y en un mundo saturado de incertidumbre, la simplicidad emocional vence a la complejidad racional.
El problema no es la ira: es su dirección. La energía social que podría reconstruir el contrato social se dispersa en batallas simbólicas que no cambian -que no pueden cambiar- la realidad. La izquierda intelectual, refugiada en universidades y debates abstractos, observa el deterioro desde la distancia y busca mantener el statu-quo para sobrevivir. Las élites económicas, en cambio, moldean un orden que malinterpreta prosperidad con concentración; y libertad con consumo.
China y el espejo del autoritarismo eficiente
Sin embargo, el siglo XXI muestra un competidor al ideal democrático: el autoritarismo tecnocrático. China encarna una combinación de control político y de dinamismo económico que muchos en Occidente observan con una mezcla de temor y de admiración. Frente a la parálisis legislativa, el cortoplacismo electoral y la crispación de las democracias liberales; el modelo chino ofrece resultados visibles: crecimiento, infraestructura, planificación, crecimiento social.
Pero detrás de esa eficiencia se esconde otro vacío moral. El Estado puede ser eficaz sin ser justo, y el progreso puede construirse sobre la represión. Ningún éxito económico puede estar por encima de la dignidad. China ha logrado conjurar por ahora el fantasma de la rebelión, pero la opresión es una bomba de tiempo: un sistema que prescinde de la libertad puede sostenerse por miedo, no por convicción. Y la historia prueba que el miedo es un cimiento frágil.
Pero la verdadera amenaza china no es su existencia, sino su imitación. Cuando las democracias comienzan a admirar la eficiencia del autoritarismo, lo que está a riesgo es la humanidad. Porque la tentación tecnocrática es la forma más sofisticada del despotismo: aquella que promete orden a cambio de control y de sumisión.
Hacia una nueva síntesis
Mientras la clase media se desvanece, también lo hace la ilusión de que la historia avanza hacia la libertad. Cuando la clase media se desvanece, no solo desaparece un grupo social; sino que se extingue el motor que sostuvo esta idea de democracia durante los últimos siglos.
Pierre Rosanvallon advierte que la democracia no muere por golpes de Estado, sino por inanición de significado: muere cuando deja de ofrecer esperanza. Quizás el desafío sea imaginar una ideología capaz de reconciliar la economía con la dignidad humana. Una narrativa de progreso que no reduzca la justicia a estadísticas ni la política a gestión. Que reconstruya la idea de comunidad. Que rediseñe los sistemas públicos con la ayuda de la tecnología, no para controlarnos, sino para liberarnos de la precarización. Que recupere la noción de que la riqueza colectiva no se mide por el PBI -menos aún por el PBI per cápita-; sino por la calidad de vida que les da a sus ciudadanos. Una idea que reinstale la idea de que la democracia no es un trámite electoral, sino una ética de convivencia; una forma de vida.
Tal vez esta sea la tarea del siglo: reinventar la fe en el progreso no como promesa de abundancia; sino como búsqueda de sentido, de ética y de identidad.