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24 de Diciembre,  Salta, Centro, Argentina
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La recesión industrial afecta a toda la economía

La industria no es un actor más: es el principal multiplicador de empleo, conocimiento y valor agregado.
Miércoles, 24 de diciembre de 2025 01:05
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Parafraseando a Gabriel García Márquez, la Argentina parece transitar una crónica de un industricidio anunciado: un proceso que muchos advierten, que se discute en voz baja en los parques industriales y en voz alta en los talleres vacíos, pero que avanza con la lógica inexorable de las decisiones políticas. No se trata de un hecho súbito ni de una catástrofe imprevisible, sino del resultado de una apertura extrema de importaciones, aplicada sin un esquema mínimo de protección, transición o incentivos para la industria nacional, en un país cuya estructura productiva es frágil y desigual.

La paradoja es evidente. Tras años de estancamiento, desorden macroeconómico e inflación crónica, ciertos indicadores de estabilidad y recuperación comienzan a exhibirse: desaceleración inflacionaria, corrección de precios relativos, orden fiscal. Sin embargo, ese rebote macroeconómico no se traduce en recuperación del empleo ni en fortalecimiento del entramado productivo. Por el contrario, convive con un cierre masivo de industrias y comercios, una caída sostenida del empleo formal y una contracción del mercado interno que erosiona la base misma del crecimiento futuro.

Los datos oficiales y sectoriales son elocuentes. Según registros del Ministerio de Trabajo y del INDEC, entre 2023 y 2025 se perdieron decenas de miles de puestos de trabajo formales en la industria manufacturera y el comercio, sectores históricamente intensivos en empleo. Informes de la UIA y de cámaras sectoriales dan cuenta de la caída del uso de la capacidad instalada industrial, que en varios rubros se ubica por debajo del 60 %, y del cierre de miles de pequeñas y medianas empresas, particularmente en ramas como textiles, calzado, metalmecánica liviana, muebles y alimentos elaborados. La Superintendencia de Riesgos del Trabajo ha mostrado una reducción significativa de empleadores registrados, un indicador directo de desaparición de unidades productivas. No se trata de estadísticas aisladas, sino de una tendencia consistente: menos empresas, menos empleo, menos producción local.

Este fenómeno no puede analizarse como una simple "depuración" del mercado, como sugieren algunas miradas dogmáticas. La industria no es un actor más del sistema económico: es el principal multiplicador del empleo, del conocimiento y del valor agregado. Cada puesto industrial genera encadenamientos hacia atrás y hacia adelante: proveedores, logística, servicios técnicos, comercio. Cuando una fábrica cierra, no solo se pierde una línea de producción, se desarticula un ecosistema completo. La apertura irrestricta, en una economía con costos estructurales altos, financiamiento escaso y escasa escala, equivale a exponer a un paciente en recuperación a una intemperie extrema.

La historia económica argentina ofrece ejemplos claros de caminos alternativos. La experiencia desarrollista del gobierno de Arturo Frondizi (1958–1962) es uno de los más citados - y no por nostalgia ideológica, sino por resultados concretos.

Frondizi entendió que el desarrollo no surge espontáneamente del mercado, sino que requiere planificación estratégica, inversión productiva y un Estado que oriente, coordine y promueva. Su política de sustitución de importaciones en sectores clave - energía, siderurgia, automotriz, petroquímica - permitió sentar bases industriales duraderas, atraer inversión extranjera directa con reglas claras y generar empleo calificado. El objetivo no era cerrar la economía, sino integrarla inteligentemente, fortaleciendo la producción local como condición para competir.

Ese enfoque desarrollista partía de una premisa central: no hay soberanía económica ni crecimiento sostenido sin industria. Los países que hoy lideran el comercio mundial no lo hacen desde la ingenuidad del libre mercado puro, sino desde la protección estratégica de sus intereses productivos. Estados Unidos es un ejemplo contemporáneo elocuente. Bajo la presidencia de Donald Trump -y, en buena medida, continuado por administraciones posteriores- se aplicaron aranceles, subsidios y restricciones selectivas para proteger sectores sensibles como el acero, la tecnología, la energía y la industria automotriz. El discurso liberal cede rápidamente cuando se trata de defender empleo nacional, seguridad económica y liderazgo industrial.

La contradicción argentina es profunda. Mientras las principales potencias aplican políticas activas de protección y estímulo -bajo nombres como reindustrialización, reshoring o buy national- , la Argentina avanza en una liberalización abrupta sin un plan de desarrollo industrial que la acompañe. Se anuncian reformas necesarias en lo fiscal, laboral o regulatorio, pero sin articularlas con una estrategia productiva integral. El resultado es una economía ordenada en los papeles, pero desindustrializada en los hechos.

El desarrollo económico no puede medirse solo por el equilibrio fiscal o la estabilidad monetaria. Esos son medios, no fines. El verdadero desarrollo se consolida cuando crece el empleo de calidad, cuando se diversifica la matriz productiva, cuando se genera valor agregado local y se reduce la vulnerabilidad externa. Sin industria, la Argentina queda condenada a un modelo primario-exportador, dependiente de precios internacionales volátiles y con escasa capacidad de absorber mano de obra. Un modelo que históricamente ha demostrado sus límites sociales y territoriales.

Las pequeñas y medianas empresas industriales, en particular, son hoy las principales víctimas de este industricidio anunciado. Carecen de espalda financiera para competir con productos importados subsidiados, con economías de escala muy superiores o con regímenes impositivos más favorables en sus países de origen. Sin crédito productivo, sin incentivos a la inversión, sin políticas de transición, la apertura se convierte en una sentencia de muerte. Cada persiana que baja es una familia sin ingresos, una comunidad que se empobrece y un Estado que pierde recaudación futura.

No se trata de negar la necesidad de reformas ni de volver a esquemas cerrados e ineficientes. Se trata de comprender que la apertura, para ser virtuosa, debe ser gradual, inteligente y acompañada. Países exitosos combinan competencia con protección estratégica, mercado con planificación, eficiencia con equidad. La Argentina, en cambio, parece apostar a que el mercado, por sí solo, reconstruirá lo que hoy se destruye. La evidencia histórica y empírica indica lo contrario.

Así, la crónica avanza. Se conocen los nombres de los sectores en crisis, los números de empresas que cierran, las ciudades que pierden empleo. Se sabe, como en la novela de García Márquez, que el desenlace es evitable, pero también que la inacción y el dogma empujan hacia él. Detener este industricidio anunciado requiere algo más que fe en el ajuste: exige una decisión política clara de apostar al desarrollo, a la producción nacional y al trabajo argentino como ejes de un proyecto de país. Sin industria, no hay futuro posible; solo una estabilidad frágil construida sobre ruinas productivas.

 

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