inicia sesión o regístrate.
El 21 de noviembre de 1963, Richard Hofstadter -un profesor de historia de la Universidad de Columbia que usaba la psicología social para explicar la historia política-; habló en Oxford sobre "el estilo paranoico en la política estadounidense". No sabía que al día siguiente asesinarían a Kennedy, ni que su concepto serviría para describir, seis décadas más tarde, el clima mental de una época donde todo suena a complot.
Aquella conferencia fue un intento de comprender la pulsión que existe en la sociedad de ver fuerzas ocultas detrás de los hechos; esa necesidad de encontrar enemigos donde no los hay. Hofstadter advirtió que el "estilo paranoico" no era un brote aislado sino una forma recurrente de pensamiento político y social. Lo inquietante, decía, no era la existencia de conspiraciones reales -que, por supuesto, las hay-, sino la convicción de que toda la historia obedece a un plan maestro secreto y global.
Hoy, esa visión se volvió normal; "mainstream". La política, la tecnología y el miedo se mezclaron para crear un ecosistema perfecto para el "conspiracionismo": un universo donde la emoción reemplaza al dato y en el que la sospecha -y las acusaciones- se propagan a la velocidad de un clic.
En tiempos de Hofstadter, las teorías conspirativas solían ser descartadas por ser consideradas un comportamiento marginal. No porque las sociedades de entonces fueran más racionales, sino porque las ideas delirantes tenían poco alcance y acarreaban una gran dosis de vergüenza pública.
Con la "siliconización de la vida" el dique se rompió. Las redes sociales, los canales e "influencers" alternativos, y la fatiga informativa transformaron el viejo panfleto a cuentagotas en flujo persistente. El resultado es una atmósfera saturada en la que reina la desconfianza y la historia se convierte en un combate entre inocentes engañados y fuerzas demoníacas que manejan el mundo desde las sombras.
Karl Popper -mucho antes de que existiera Internet-, lo llamó "la teoría conspirativa de la sociedad": la creencia de que toda explicación depende de descubrir quién planeó el mal. Es una lógica que convierte la casualidad en intención; la complejidad en un guion; y a los ciudadanos en campeones morales que defienden la verdad y la virtud. Detrás de cada crisis hay un titiritero; detrás de cada incertidumbre hay un plan. Ante un hecho imprevisto que genere miedo, ira y dolor; el historiador convencional buscará los hechos e intentará desenredar una maraña de factores, entre los cuales la malicia es uno de ellos; uno que puede ser bastante menos importante que una larga concatenación de malas decisiones y de mala suerte. El conspiracionista, sin embargo, sólo verá cálculos siniestros detrás del evento y un complot intrincado, concebido y ejecutado a la perfección.
Todas las "teorías conspiracionistas" se parecen: el mundo es corrupto, injusto y cada vez peor. Una camarilla de individuos con un poder increíble -motivados por la más pura malignidad-, es responsable de la mayoría de las desgracias de la humanidad. Y los malhechores deben ser desenmascarados y derrotados. La moralidad es tan simplista como la narrativa compleja, pero, en el fondo, sólo se trata de otra batalla entre el bien y el mal. Y esta matriz mental -que mezcla impotencia, narcisismo y sentido de misión- resiste cualquier refutación. Lo advirtió Hannah Arendt durante los años del totalitarismo: "el fin último de la propaganda no es convencer, sino destruir la idea misma de verdad". Y, tanto Popper como Hofstadter usaron el Holocausto como ejemplo de lo que sucede cuando un teórico de la conspiración alcanza el poder y hace del estilo paranoico un principio de gobierno.
En su raíz, el pensamiento conspirativo no es racional: es teológico. Ofrece una versión secular del Apocalipsis en la que los elegidos combaten a los corruptos en una batalla final. El creyente se siente parte del "pueblo puro" que ha descubierto el plan secreto de los poderosos y que los desenmascara.
El mecanismo es antiguo. En la Edad Media, los judíos fueron acusados de envenenar pozos; en la Revolución Francesa, los reaccionarios culparon a los Illuminati de destruir el orden divino; en el siglo XX, "Los protocolos de los sabios de Sion" convirtieron el antisemitismo en sistema político. Los enemigos cambian de nombre -judíos, comunistas, globalistas, liberales, progresistas-, pero el guion es el mismo: una minoría maligna domina en secreto y el pueblo, ignorante, debe despertar y luchar. QAnon (*), con su mezcla de patriotismo místico y culto digital, es la manifestación más nueva de este impulso ancestral.
Cada era tiene su propio mito del complot, siempre igual en su estructura pero adaptado al lenguaje de cada tiempo. El delirio ordena lo que la razón no puede.
La promesa es irresistible: si todo está orquestado, nada es casual; si nada es casual, todo tiene sentido. Así, la creencia conspirativa satisface tres necesidades básicas: pertenecer, entender y culpar.
Ofrece comunidad frente a la incertidumbre, orden frente al caos, y un enemigo al que adjudicar el fracaso. En esta alquimia el miedo se vuelve identidad. Por esto resulta tan difícil desmontarlas; no se trata de una teoría sino de una identidad. Refutarla con datos es inútil; el creyente no busca información, busca sentido. Busca identidad; y pertenencia. Cuanto más se la desmienta, más se fortalecerá.
Cada revolución tecnológica amplificó el delirio. La imprenta permitió la caza de brujas; la radio difundió los sermones del padre Coughlin (**); hoy es la era de los algoritmos. Lo que antes era marginal, lento y trabajoso; hoy se hace viral en minutos. Las redes sociales no inventaron el pensamiento conspirativo; pero lo están industrializando. Operan sobre la lógica más básica del ser humano: sobre la recompensa. Cuanta más furia genera un contenido, más lo recompensa el sistema. YouTube recomienda, TikTok acelera, X incendia. La rabia se hace forma de negocio. La verdad no se piensa ni se discute: se viraliza o se descarta. Pero el salto cualitativo llega con la inteligencia artificial. Los modelos conversacionales - capaces de adaptar el discurso al usuario - pueden reforzar cualquier sesgo con una sutileza y efectividad sorprendente. Un chatbot es más eficaz que mil panfletos; no necesita mentir; basta con que le haga sentir a cada persona que "la entiende".
De ahí que el conspiracionismo ya no viva en los márgenes de la sociedad, sino que ocupe el centro de la política y de la vida social. Donald Trump, heredero directo del estilo paranoico que Hofstadter describió hace sesenta años, convirtió la desconfianza en forma de gobierno. Trump, incluso antes de ser elegido presidente por primera vez, había hecho uso y abuso de "teorías conspirativas"; falseando cualquier cantidad de historias, datos y narrativas. Su relato del fraude electoral fue una estrategia: transformar la derrota en mito de persecución. De aquí que el peligro no es solo moral; es institucional. Si la política se concibe como una guerra entre el bien y el mal absolutos; la democracia - que requiere de matices y acuerdos - podría no sobrevivir.
Cada conspiración siembra una semilla autoritaria. Donde todo es complot, toda disidencia es traición. Por eso los regímenes totalitarios siempre alimentaron teorías conspirativas: proveen enemigos al gran público para poder justificar la necesidad y las ansias de control. Los nazis lo entendieron antes que nadie; los populismos digitales actuales lo están perfeccionando. Y, ahora, el delirio no se impone desde arriba, sino que crece y se reproduce abajo; de manera voluntaria. Ya no hace falta censurar ni adoctrinar: basta con saturar. La verdad no muere por represión; muere por exceso. El algoritmo contagia. Y la política deja de ser una disputa de proyectos para convertirse en una competencia de ficciones. Lo que cuenta no es lo que se prueba sino lo que se siente. Lo que se grita más fuerte; lo que arrastra la mayor carga de sentimientos. El conspiracionismo no es una enfermedad de la era digital: es su síntoma más evidente.
El conspiracionismo promete una explicación total, pero, en su perfección, yace su falacia. El mundo no es una máquina perfecta de causas malignas sino un entramado de azares; decisiones -buenas y malas-; torpezas; ignorancia y resistencias. No todo está conectado; no todo es premeditado; y, muchas veces, las cosas son exactamente lo que parecen: coincidencias. Aceptar esto no es rendirse; es recuperar el sentido de humildad frente al caos.
La fe en el complot no se destruye con pruebas sino con tiempo y paciencia; con educación -sobre todo, crítica-; con vínculos reales. Pero el tiempo escasea; la atención se agota; y la educación se esfuma. El terreno está preparado para que la paranoia se vuelva fuerza. Los algoritmos seguirán creciendo, los falsos profetas multiplicarán su audiencia y el ruido seguirá creciendo.
El triunfo del caos sucederá cuando no quede espacio para el silencio razonado; para la duda que nos ilumine. Quizás la conducta más subversiva en esta era del delirio conspirativo digital sea dudar; no creer. Mientras la verdad se disuelva entre algoritmos y la sospecha se vuelva identidad, los viejos fantasmas del miedo regresarán disfrazados de datos y de certezas anunciadas a los empellones y a los gritos. Ojalá sepamos conjurar estos fantasmas a tiempo. Ojalá.
(*) QAnon o Q: (abreviación de Q-Anónimo) es una de las principales teorías de la conspiración de la extrema derecha estadounidense
(**) El padre Charles Edward Coughlin fue un sacerdote católico y uno de los primeros líderes políticos en utilizar la radio para llegar a una audiencia masiva,