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4 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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Los desafíos de la tecnología a la condición humana

Domingo, 16 de marzo de 2025 02:47
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La Primera Revolución industrial comenzó en 1765 con la invención de la máquina de vapor. Desde entonces, no pasó una sola década en la que no se descubrieran nuevas tecnologías o que no se inventaran nuevas máquinas.

Los empresarios del siglo posterior -fervientes creyentes del progreso ilimitado e incansables impulsores de esta nueva forma de capitalismo tecnocrático-; resultaron ser fundamentales para la transformación tecnológica global: James J. Hill, Andrew Carnegie, Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Henry Ford, John Jacob Astor, entre otros; muchos de los cuales fueron conocidos como los «Robber Barons".

El término deriva de Raubritter (en alemán, caballeros ladrones); por los señores feudales de la Alemania medieval que cobraban peajes ilegales -no autorizados por el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico- para permitir el tránsito por sus tierras, enriqueciéndose a costa del bien común. El término se hizo popular cuando, en 1859, "The New York Times" la usó para describir a Cornelius Vanderbilt, que recibía dinero de transportistas subsidiados por el gobierno para no competir en sus rutas.

Cambiaron los nombres, pero los «Robber Barons" volvieron con bríos renovados.

En un giro sorprendente desde el iluminismo hacia un profundo teologismo tecnológico en el que impera una visión tecno-solucionista ingenua y superficial, llegamos al punto donde la tecnología es la respuesta a todos los problemas del mundo; desde el cambio climático hasta las disrupciones laborales. O la respuesta al crecimiento económico ilimitado en un mundo de recursos finitos.

Así, los nuevos «Robbers Barons" son personas como Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Jensen Huang, Larry Page, Sergey Brin o Sam Altman; muchos de ellos dueños de las redes sociales y de los medios de comunicación más importantes del mundo; que -además- poseen el dominio y control de la Inteligencia Artificial, ergo, de todas las futuras tecnologías que se derivarán de ella. Esto es algo inédito en la historia de la humanidad.

Viejos luditas

A principios de la década de 1860 se apoderó del planeta una fiebre colectiva por la invención -en especial en Estados Unidos- y, así, la industria de las máquinas/ herramientas y máquinas para fabricar otras máquinas, eclosionó. Y, mientras aprendíamos a inventar cosas, perdimos de vista la pregunta del por qué hacerlo. Y se instaló el mantra -que sobrevive hasta nuestros días- de que, si algo "podía" ser hecho, entonces "debía" ser hecho. En el proceso, también se comenzó a visualizar a las personas ya no como hijos de Dios, o como meros ciudadanos, sino como consumidores, como mercados.

El arte reaccionó. William Blake, en Inglaterra, escribía sobre "las oscuras fábricas satánicas" que despojaban a los hombres de sus almas. Matthew Arnold advertía que la "fe en la maquinaria" era la mayor amenaza a la que se enfrentaba la humanidad. Carlyle, Ruskin y William Morris denunciaron la degradación espiritual que traía consigo el progreso industrial. En Francia, las novelas de Balzac, Flaubert y Zola documentaban el vacío y la pobreza espiritual asociada al impulso consumista del «hombre económico" creado por Adam Smith.

Entre 1811 y 1816 creció el apoyo a los trabajadores que rechazaban los recortes salariales, el trabajo infantil y la supresión de las leyes y costumbres que -hasta ese momento-, habían protegido a esos trabajadores. Estos manifestaron su descontento destruyendo las máquinas -en particular las de la industria textil-, y desde entonces el término "luditas" se convirtió en sinónimo de "oposición infantil e ingenua a la tecnología".

Pero los luditas no eran ni infantiles ni ingenuos. Eran personas desesperadas que trataban de conservar los derechos, leyes y costumbres que les habían permitido sobrevivir -apenas- en el mundo anterior. Quizás debamos pensar por qué, en pleno siglo XXI, se vuelve a hablar tanto de los luditas, otra vez.

Escombros de creencias

A una sociedad tecnocrática sólo le preocupa inventar máquinas. Se da por hecho que las máquinas transformarán la vida de la gente. Que las personas sean, a su vez, convertidas en máquinas, es aceptado como una consecuencia del desarrollo tecnológico. Richard Arkwright, en sus molinos de hilado de algodón, entrenaba a sus trabajadores -la mayoría, niños-, "para ajustarse a la velocidad regular de la máquina". Henry Ford y Frederick Winslow Taylor introdujeron los sistemas masivos de producción y el principio taylorista de la organización del trabajo; respectivamente; a los cuales los trabajadores se debieron "ajustar". Taylor fijó a fuego la idea de que la sociedad funciona mejor cuando los seres humanos se ponen al servicio de la técnica y la tecnología; que los seres humanos, de algún modo, importan menos que las máquinas que ellos mismos crearon.

A medida que los triunfos espectaculares de la tecnología

se multiplicaban, sucedía otro cambio radical: las creencias se desmoronaban. Nietzsche anuncia la muerte de Dios. Darwin establece que, si éramos hijos de Dios, lo éramos por un camino mucho más largo e indigno del que creíamos, mientras nos emparentó con especímenes indecorosos. Marx afirma que la historia tiene su propio objetivo y que nos llevará adonde deba llevarnos al margen de nuestros deseos. Freud postula que no entendemos nuestros deseos y que para sacarlos a la luz no podemos confiar en nuestros pensamientos. John Watson, fundador del conductismo, afirma que el libre albedrío es una ilusión y que nuestra conducta, en última instancia, no es muy diferente a la de una paloma. Y Einstein y sus colegas nos dicen que todo es relativo; que todo depende del marco de referencia del observador. Y esto sin entrar en las ramificaciones filosóficas asombrosas que impone la física cuántica; el logro más espectacular -y menos comprendido- de la ciencia.

Entre todos estos escombros conceptuales sólo había una cosa segura en la que creer: la tecnología. Es posible negar o poner en duda cualquier otra cosa, pero los aviones vuelan, los antibióticos curan y, hasta donde sabemos, las computadoras nunca se equivocan. Sólo los humanos cometemos errores; que es lo que Taylor siempre trató de demostrar.

La máquina suprema

Las dos primeras revoluciones industriales modificaron la forma del trabajo físico, pero, aún "mecanizados" por el sistema fordiano y "programados" por la visión tayloriana; «permanecimos humanos».

La tercera revolución industrial modificó el ambiente de trabajo y cambió nuestra forma de interactuar "en" y "con" el mundo laboral. Pero potenció nuestra capacidad intelectual "desde afuera".

La cuarta revolución industrial borra todo límite entre el mundo físico, biológico y el digital; fronteras antes infranqueables. Hoy se puede guardar información en una célula humana. Se están logrando avances sorprendentes en la creación de ordenadores moleculares; computadoras en las que los símbolos lógicos se expresan por medio de uniones químicas en vez de por el flujo de electrones de las computadoras ordinarias. Podemos editar el ADN y reingenierizar cualquier organismo de la manera que queramos.

¿Qué impedirá que mezclemos estas tecnologías en toda clase de organismos vivos; incluso en seres humanos? En especial en seres humanos. Si algo está claro es que la biología en general -y el cuerpo humano en particular-, será la próxima plataforma de experimentación y de evolución.

¿Qué impedirá que, en el futuro, el ser humano no incremente su "potencia de cálculo" y su "potencial cognitivo" por medio de implantes diseñados con ese fin? ¿Qué evitará que se haga norma -y obligación- la implantación de interfases, chips, "mejoras" y dispositivos -inorgánicos u orgánicos- dentro del cuerpo humano? Que pasen a ser parte de nuestra biología y de nuestro "ser".

En el extremo, ¿por qué no se podría convertir a cada célula del cuerpo de cada ser humano en una unidad de procesamiento o de almacenamiento distribuido; y que todo ser vivo sea una parte de un organismo computacional mayor? ¿Qué impedirá convertir a la máquina biológica individual consciente que somos, en una máquina integrada global; de un orden superior? Es fácil imaginar por qué esta nueva Revolución podría modificar por completo el significado del término «ser humano». De lo que consideramos "ser".

¿Un futuro para todos?

Es cierto que grandes cambios reavivan grandes miedos. No busco reavivar doctrinas milenaristas ni temores luditas. Sólo quiero remarcar que, a las velocidades con las que suceden los cambios, el tiempo necesario para asimilarlos, adaptarnos y reinsertarnos en la nueva realidad podría no ser suficiente. Y, aún cuando el fututo resulte ser todo lo bueno y venturoso que se nos promete que va a ser; existe el riesgo de que la transición sea demasiado abrupta y traumática, y que vastas camadas de la población queden en el camino durante la reconversión. Que la tecnología termine siendo una nueva herramienta de exclusión y otra fuente de inequidad.

¿Por qué hacerlo? "Porque podemos"; contestan muchos, sin pensar. "¿Por qué no?", repreguntan otros con tedio y extrañeza ante la pregunta. "El futuro siempre fue mejor"; tercian otros. No sé. Me cuesta creer en todos, la verdad. Quizás el futuro no sea para todos en realidad. Ojalá que no sea así. Ojalá.

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