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Lecciones de la historia

Martes, 17 de junio de 2025 02:31
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El bombardeo sobre Plaza de Mayo, ocurrido el 9 de junio de 1955, y la quema de templos y despachos católicos, esa noche y al día siguiente, integran uno de los capítulos más violentos de nuestra historia.

Los dos vuelos rasantes de aviones de la Armada convertidos en terroristas, no lograron abatir a Juan Domingo Perón y a su gabinete, pero desangraron a la Nación al asesinar a trescientos transeúntes y dejar un saldo de miles de heridos. Fue, probablemente, la prudencia del presidente y de muchos oficiales con sentido común, que comprendieron la locura que podría desencadenarse, lo que evitó la guerra civil.

Pocos días antes del bombardeo, una procesión de Corpus Christie absolutamente politizada con la presencia de militantes y dirigentes radicales, comunistas, socialistas y millares de agnósticos se había convertido en una movilización contra Perón.

El país estaba partido en dos. Perón, que era decididamente anticomunista, había logrado construir a la CGT como la "columna vertebral del movimiento" y su gobierno autoritario basaba su fortaleza en el apoyo sindical y en una militancia de lealtad insobornable. Pero dejó del otro lado, del lado del "enemigo", a quienes creían en la democracia pluralista, al grueso de los universitarios y, finalmente, a la jerarquía de la Iglesia.

Frente a la tendencia a buscar un culpable único de nuestros males -el imperialismo, Perón, la infiltración comunista, etc.- sería aconsejable pensar la historia en serio y observar que la democracia, para la Argentina, es una meta, que pareció alcanzada con el voto universal, pero que en 1930 mostró una fragilidad que persiste 95 años después.

La proscripción de Perón (esa fue proscripción en serio, sin proceso legal, armas en mano y por razones exclusivamente políticas) no sirvió absolutamente de nada. En cambio, facilitó la violencia de los años '70, que tomó las banderas de las diversas versiones del socialismo, combinadas con el ultranacionalismo de Tacuara e intentó una revolución a través de la lucha armada foquista. Y tuvo entre sus objetivos privilegiados, justamente, a la "burocracia sindical".

Perón, de vuelta en el país y convertido en "león herbívoro", fue fulminante en su rechazo a la violencia del ERP y Montoneros. Después, la dictadura mesiánica sembró el terror y terminó en un fracaso rotundo.

En estos días, los restos dispersos del peronismo tratan de unirse en torno de la condena de Cristina Kirchner, aunque muchos celebran que pueda quedar fuera de juego y ninguno pueda alegar su inocencia.

El presidente Javier Milei y la expresidenta deberían mirar la historia de los historiadores, no la ficción histórica modelo Paka Paka, en sus dos versiones.

Hoy, ambos referentes intentan construir un escenario bipolar, donde todo se resuelva en la bondad de uno y la maldad del otro, aunque ninguno de los dos crea en el libreto.

Ni Milei es el gran líder con el que sueñan el Gordo Dan y su enjambre digital, ni Cristina es mártir de su lucha por el pueblo. Ambos son políticos, coinciden en su desapego por las instituciones. Los dos quieren tener bajo su control a la Justicia, al Congreso, a las provincias y los municipios, y coinciden en señalar a la prensa como la responsable de todos sus fracasos.

Ambos deberían mirar hacia atrás y, también, ver la suerte de los países que conducen sus compañeros de ruta. Donald Trump, desde su obstinación, llena de tensiones al de por sí complejo reacomodamiento del orden mundial. Y, para Cristina, la solidaridad de los líderes de Venezuela, Bolivia y Cuba debería ser un indicio de que la utopía se destrozó por la ineptitud, la corrupción y la violencia.

Cada capítulo violento de nuestra historia (y nuestra decadencia) deja lecciones. El tiempo debe enseñar cómo aprovecharlas.

 

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