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El mundo vive una vigilia comparable a la de aquellos días de octubre y noviembre de 1962, cuando la instalación de misiles soviéticos en territorio cubano generó la mayor ola de temor al invierno nuclear en la guerra fría. En ese episodio, resuelto diplomáticamente, John Kennedy pudo instalar a Estados Unidos como líder de Occidente, entre otras cosas, porque fortaleció -transitoriamente - el orgullo estadounidense.
Hoy, la amenaza nuclear se cierne en el intercambio de drones, misiles y destrucción que protagonizan Israel e Irán.
Una guerra muy diferente de las anteriores. El régimen iraní encabezado ahora por el ayatollah Alí Jamenei, nació en 1979 y sostuvo, con discursos y con terrorismo, que el gran enemigo (el Gran Satán) que se oponen a lo que sueñan como un califato universal está representado por EEUU, Israel y la civilización occidental. Es inimaginable que Irán vaya a dar un paso hacia atrás.
Israel, a su vez, es liderada por el primer ministro Benjamín Netanyahu, un extremista que, entre otras cosas, está motivado por la fragilidad política que lo amenazaba hasta que el terrorismo islámico, el 7 de octubre de 2023, montó una orgía de muerte y sadismo en una población israelí. En estos veinte meses, Israel desmanteló gran parte de los mandos militares de Irán, y de las organizaciones terroristas Hezbollah y Hamas. Pero, la población civil israelí y, sobre todo, la población palestina, pagaron un altísimo precio en términos humanitarios por esta guerra por poder, por territorio y por visiones mesiánicas.
La amenaza formal de matar a Alí Jamenei, expresada por el ministro de Defensa israelí, Israel Katz y cuestionada a medias por Donald Trump muestra la crudeza de este capítulo de una confrontación milenaria.
Más grave aún, la posibilidad de un ataque a la planta subterránea iraní de enriquecimiento de uranio, instalada a entre 60 y 90 metros de profundidad sería un golpe muy duro al plan nuclear de los ayatollah. El ejército israelí cuenta con munición "destructora de búnkeres" capaz de penetrar a una profundidad de menos de 10 metros. Pero si Donald Trump decide llevar al extremo la destrucción del poderío nuclear iraní podría facilitar un arma capaz de penetrar 61 metros de tierra antes de explotar: la GBU-57 Massive Ordnance Penetrator (MOP) de 13.000 kg. Y así y todo, la guerra seguiría.
Amenazas
Frente a ambas amenazas, Irán respondió ayer bombardeando con misiles al Hospital Soroka en Beersheba y contra una población civil en el centro del país.
El mundo observa un macabro "juego de la gallina" donde ninguno está dispuesto a frenar.
Solo la diplomacia seria podría hacer, no "un milagro", sino intentar una paz lo más estable posible. Se trataría de un extraordinario trabajo que, en primer lugar, ofrezca garantías al pueblo palestino, lo cual significaría que cuente con un Estado propio y deje de estar gobernado por terroristas que lo utilizan como escudo; que Irán ofrezca pruebas de que su plan de enriquecimiento de uranio está detenido, un punto que el secretario de la OIEA, el argentino Rafael Grossi, desmintió hace pocos días. Y en tercer lugar, que Netanyahu acepte, de una vez por todas, que este juego de la gallina es suicida, aunque eso signifique, necesariamente, dejar el poder.
Porque no se trata solo de dos corredores empeñados en una carrera suicida: es el mundo en riesgo. Esta guerra involucra a todo Medio Oriente y podría expandirse a otros países, dado que Irán practica desde hace 46 años la ejecución de atentados en cualquier parte del planeta. Al mismo tiempo, representa una aceleración de la carrera armamentista que afectará al sistema energético y sus consecuencias se sentirán en toda la economía mundial.