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El frío cala los huesos. Las luces de la ciudad no llegan debajo del puente del río Arenales, todo es humedad, oscuridad profunda y silencio roto por voces apagadas. Allí, en uno de los rincones más desolados de Salta, viven personas en situación de calle. Algunos llevan años allí. Otros llegaron hace semanas. Todos sobreviven.
El Tribuno descendió al bajo puente junto a los voluntarios de la Asociación Civil Hermanos de la Calle, que cada viernes recorren este espacio con comida caliente, ropa, frazadas y artículos de higiene. La escena es devastadora. Hay colchones mojados entre pastizales altos. Los cuerpos de las personas están cubiertos de hollín, tierra, heridas. Se ven erupciones en pieles lastimadas por la contaminación del río. Son seres humanos.
Varios están en evidente estado etílico. Los más jóvenes muestran claros signos de adicción. Algunos no pueden mantenerse en pie. Otros, simplemente, se han resignado al barro.
Sus únicos compañeros fieles son los perros que han adoptado. Entre ellos, uno destaca por su nombre: El Come Gatos, mestizo, firme y vigilante. Vigila las pocas pertenencias de sus dueños, duerme con ellos, los cuida.
Mónica y John: el amor bajo el concreto
Mónica Marcela, conocida como La Turca, vive bajo el puente desde hace más de 15 años con John Beltrán, su pareja inseparable. “No me separo de él. Si vamos a un refugio, nos dividen. No quiero eso. ¿Para qué estar bajo techo si me quitan lo más importante?”, dice Mónica con voz firme.
John, a su lado, guarda un silencio prolongado. Luego rompe en confesión: “Hace unas horas sentí que alguien me tocaba la mano mientras dormía. Fue suave, como si me despertaran. Sé que fue mi papá, que murió hace poco. Me vino a despedir”, dice con la mirada perdida.
Ambos se abrazan. Están tristes. Están agotados. Pero también están juntos.
“Este ya es nuestro lugar. No tenemos a dónde ir. No nos vamos a separar nunca. Ni por el frío, ni por nadie”, dice John, casi como una promesa sellada por la supervivencia.
Verónica: una vida en un bolso
Más adelante, encontramos a Verónica, de 43 años. Carga con ella un bolso playero, su única pertenencia. En él lleva su ropa, sus documentos, algo de comida que le dieron y recuerdos de una vida que ya no tiene.
“Vivía en Villa Mitre. Fui desalojada por una orden judicial. Alquilé, me robaron, y terminé acá. A veces consigo vender tomates o algo de verdura, y con eso como”, relata.
Pero la entrevista se corta de repente. Un hombre encapuchado se le acerca en silencio. Le pasa un brazo por el hombro, le dice algo al oído y la estira suavemente hacia un costado. Ella no se resiste. Se deja llevar. Se alejan entre los pastizales. Ella no mira atrás. Él sigue murmurándole cosas.
Es una escena muda, pero cargada de códigos y significados. La calle no se explica: se sobrevive.
El Bombón: heridas, drogas y una esperanza lejana
Entre los escombros y cartones, se asoma Matías, de 43 años, apodado “El Bombón”. Tiene tatuajes por todo el cuerpo, cicatrices, puñaladas visibles. Su piel lleva marcas de pelea y adicción.
“Probé todas las drogas. Lo que más me destruyó fue la pasta base. Tengo tres hijas, una familia que me quiere, pero me da vergüenza acercarme. Les fallé muchas veces”, confiesa.
“No es que no tenga casa. Mi familia me recibe. Pero no quiero llegar sucio, roto, con la cara que tengo ahora”, dice mientras se cambia las zapatillas en la vereda por unas renovadas que les llevaron en donación los voluntarios.
“Duermo con un ojo abierto. Esto es la jungla. Sobrevive el que no duerme del todo. Al que se duerme, le roban todo. Hasta la ropa”, resalta.
Bajo el puente, donde el abandono tiene nombre
El puente del río Arenales es mucho más que concreto y agua sucia. Es un microcosmos de desesperación. Un lugar en donde se duerme con frío, hambre y miedo. No hay privacidad. No hay salud. No hay seguridad. El aire está cargado de humedad y descomposición. El olor es penetrante. Pero ellos, ya no lo sienten. Ya no sienten casi nada. Solo esperan. Y resisten.
La única presencia constante: los Hermanos de la Calle
En este escenario brutal, la única luz es la que traen los voluntarios. Cada viernes, como un ritual de amor y dignidad, bajan con bandejas calientes, café, pan y palabras. “No venimos a cambiar el mundo. Venimos a decirles que no están solos. Que son personas. Que importan”, dice Lucía Bernal, referente de la organización.
El trabajo humanitario que realizan no solo alivia el cuerpo, también reconforta el alma. En medio del abandono, el abrazo, la mirada, el llamado por su nombre es una forma de reconstrucción humana. Una bandeja caliente no es solo comida. Es presencia. Es memoria. Es resistencia.
Un llamado urgente
La situación es alarmante. Cada semana hay más personas en situación de calle. Más jóvenes con adicciones. Más mujeres solas. Más ancianos abandonados.
Desde la organización, piden ropa de abrigo, frazadas, calzado, comida, y sobre todo, voluntarios. “Todo suma. Pero lo que más necesitamos es que esto se vea. Que nadie más pueda decir que no sabía lo que pasa debajo del puente”, finalizan.