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En los últimos meses se percibe en la provincia un ambiente de violencia social creciente. Las 40 personas apuñaladas, internadas en el Hospital San Bernardo en los últimos dos meses, son el síntoma de tensiones que se extienden por Salta.
No se trata ya de los frecuentes crímenes vinculados al narcotráfico, que tienen como principal escenario las áreas de frontera. Son episodios que ocurren tanto en el ámbito público como en el privado, en toda la provincia, aunque con distinta intensidad.
En los primeros siete meses de este año, el SAMEC asistió a más de 20.000 personas. De esos casos, 3.600 fueron por lesiones y agresiones, y más de 7.000 por hechos de violencia de género.
El titular del SAMEC, Daniel Romero, lo atribuye al consumo de bebidas alcohólicas y otras sustancias psicoactivas, que se agudiza los fines de semana.
A pesar de que nuestra provincia tiene una histórica cultura de paz y buena convivencia, el clima parece enrarecerse y se hace imprescindible buscar las causas de estas violencias.
El año pasado se registraron 68 homicidios, además de 42 intentos que no se concretaron. Hoy la provincia ocupa el segundo lugar en el país, con 4,6 homicidios cada 100.000 habitantes, igual que Chaco y superada por Santa Fe.
Se registraron, también, 12.555 casos de agresiones dolosas, 298 violaciones y 1.734 delitos contra la integridad sexual.
El Ministerio de Seguridad de Salta registró este año un promedio de 1.000 intervenciones policiales por día. El 80% no denunciaba robos o asaltos, sino episodios de violencia intrafamiliar y de género, siniestros viales, peleas callejeras y hallazgos de personas heridas o inconscientes en la vía pública; incluso, conflictos por ruidos molestos o disputas entre vecinos.
Esto indica una irritabilidad muy extendida y a flor de piel, de la cual el Estado debe hacerse cargo.
No se trata de saturar "la calle de policías", sino de abordar el problema con perspectiva sociológica.
Todos estos datos ayudan a entender mejor a los dirigentes sociales y a los referentes de los barrios, cuya preocupación es el día a día de las comunidades a las que pertenecen. Ellos plantean con claridad la angustia de los padres y los costos que paga cada barrio por la inestabilidad económica en las familias y la falta de una oferta educativa atractiva, adecuada a las necesidades de una salida laboral. Nadie los escucha y, entre tanto, los adolescentes y jóvenes que desertan de los estudios se forman en la escuela de la supervivencia, como lo son las patotas, a su vez una ventana al mundo de la droga y el delito.
La pobreza, la economía en negro y el desempleo contribuyen a generar una sensación de desamparo que se traduce en violencia.
Asimismo, las reiteradas peleas patoteriles entre alumnos y alumnas de las diversas escuelas son señal de ese clima de erosión de las relaciones sociales. El bullying y los jóvenes que llevan armas a las escuelas, o los grupos que emboscan a sus compañeros para agredirlos y humillarlos, hoy en Salta y en la Argentina son el testimonio de un clima de época.
Sin embargo, este clima de exasperación también se observa en familias de mayores ingresos. Es que la falta de horizontes, la clausura de las expectativas de futuro y el deterioro salarial también erosionan el estilo de vida y los proyectos.
La dirigencia política suele enfrascarse en discusiones, también cada vez más violentas, pero que se concentran en el poder y la narrativa.
La realidad llama a la puerta. Este problema existe, es creciente y las autoridades deben asumirlo, dejando de lado a los punteros o a los miembros de los círculos íntimos y dando lugar a profesionales universitarios, con criterios científicos, para corregir este escenario preocupante.
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