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Sabado, 02 de abril de 2011 21:06

“¡­Dolores! ¡­Catorce mil duros!”, alcanzó a gritar Higinia antes de que la mano del verdugo diera la última vuelta al tornillo que le rompió el cuello en el garrote donde fue condenada a morir. Eran las cuatro de la madrugada de un caluroso 19 de julio de 1890.

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“¡­Dolores! ¡­Catorce mil duros!”, alcanzó a gritar Higinia antes de que la mano del verdugo diera la última vuelta al tornillo que le rompió el cuello en el garrote donde fue condenada a morir. Eran las cuatro de la madrugada de un caluroso 19 de julio de 1890.

Higinia Balaguer Ostolé, una sirvienta de 28 años, pagaba así su supuesta culpa por haber asesinado a su patrona, quedándose con más de 92.000 reales. Al menos, eso se dijo...

Higinia no era inocente, pero tampoco la única culpable, y tal vez, de todos los involucrados en el crimen ella era la menos comprometida.

Pero la joven mujer, alta, regordeta, castaña y de belleza rústica, natural de Zaragoza, era analfabeta y había convivido durante ocho años con Evaristo Abad Mayoral -alias el “Cojo”-, que tenía una cantina frente a la Modelo, una cárcel de Madrid, y había aprendido cómo moverse en el bajo mundo.

Tenía mal carácter y también pésimos antecedentes; sin embargo Luciana Borcino, su patrona, no le iba en zaga: era una cincuentona a quien no le duraban las empleadas domésticas. Avara y de mal genio, vivía en la calle Fuencarral 109, cuarto piso a la izquierda, junto a su hijo, José Vázquez Varela, de 23 años, al que le gustaban el juego y las mujeres.

El “Pollo Varela” o “Varelita”, como le decían, mantenía relaciones con Dolores Gutiérrez, conocida como “Lola la Billetera”, que, como su apodo lo indicaba, se encargaba de sacudirle a su galán los “duros” (dinero) que la madre del Pollo le daba a regañadientes. Doña Luciana había quedado viuda siendo joven y su hijo se había descarriado. Eran adinerados y la renta anual les permitía vivir cómodamente. Pero la mujer era bastante ajustada con los gastos. Tenía el puño de acero y no era fácil sacarle un “duro”. Como contrapartida, a su hijo José no había dinero que le alcanzara y para colmo de males no era afecto al trabajo.

La noche del 1 de julio de 1888, Luciana regresó a la casa, después de asistir a misa y visitar a unos parientes, y luego de tomarse una sopa de gallina espesa, se fue a dormir.

El crimen

La mañana del 2 de julio de 1888, los vecinos comenzaron a quejarse del olor a carne quemada y combustible que salía de la casa que estaba ubicada en el 109 de la calle Fuencarral, al tiempo que se podía apreciar un humo denso y maloliente que se escapaba por uno de los cinco balcones de la casona.

El portero del lugar, Manuel Triviño, fue inmediatamente al Juzgado de Guardia del Distrito del Hospicio y solicitó ayuda para derribar la puerta del departamento de Luciana Borcino de Vázquez Varela.

El juez, don Felipe Peña, que estaba allí y era persona muy activa, se puso inmediatamente en movimiento y acompañado por el portero y dos guardias se dirigieron al lugar del suceso.

Forzaron la puerta e ingresaron a las habitaciones. Allí encontraron, en el dormitorio principal, a doña Luciana Borcino o la viuda de Varela, como la conocían sus vecinos, la propietaria del piso, tendida en el suelo, a los pies de la cama, boca arriba. El cuerpo había sido quemado y la mitad todavía humeaba. El olor a carne quemada era desagradable.

El juez pudo observar que estaba descalza y a pesar de lo chamuscado podían verse huellas en el pecho con manchas de sangre como si la hubiesen apuñalado.

Una segunda mujer estaba en la vivienda, también tendida en el suelo, al parecer inconsciente. Cuando volvió en sí se identificó como la sirvienta de doña Luciana, desde hacía sólo seis meses. “Soy Higinia Balaguer Ostolé”, dijo. A su lado había un perro bulldog, también desvanecido.

La mujer aseguró, al ser interrogada, que no recordaba nada de lo ocurrido. “Anoche, cuando regresé a la casa la señora estaba con un caballero y me ordenaron que me retirara, entonces me fui a acostar”, alegó.

Higinia le contó al juez que doña Luciana tenía un hijo pero que no sabía cómo se llamaba ni en dónde vivía. Después se sabría que el hijo único estaba preso por robar una capa y que ella sí lo conocía.

 

 

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