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Cementerios colmados de flores y ofrendas, en el Día de las Almas

Los salteños recordaron a sus familiares difuntos, en un día en el que se mezclaron identidad, religión y costumbres. Muchos llevaron frutas, bebidas y postres.
Viernes, 03 de noviembre de 2017 00:00

Los cementerios de Salta se colmaron ayer por el Día de las Almas. La fecha coincide con la celebración católica del Día de los Fieles Difuntos y, de alguna manera, el sincretismo se vio plasmado en los camposantos de la ciudad, en donde lo pagano y lo religioso le brindaron un sentido particular a la muerte.

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Los cementerios de Salta se colmaron ayer por el Día de las Almas. La fecha coincide con la celebración católica del Día de los Fieles Difuntos y, de alguna manera, el sincretismo se vio plasmado en los camposantos de la ciudad, en donde lo pagano y lo religioso le brindaron un sentido particular a la muerte.

Ayer, "los deudos" llegaron temprano para visitar a sus muertos. El cementerio de San Antonio de Padua, de Villa Mitre, se transformó y, en esa metamorfosis única, los colores se adueñaron del paisaje con flores artificiales de vivos colores fabricadas con naylon y papel crepé.

Las mujeres ingresaban al territorio de los muertos con bolsas de mercado repletas de carnes cocidas, guisos, pochoclos, frutas, trapos para sacar la tierra y postres caseros como arroz con leche, anchi o mazamorra.

Llevaban, además, botellas descartables con agua para la limpieza y otras con gaseosas o jugos. Algunas cargaban la infaltable mezcla de vino con soda fresquita para compartir con el recordado.

En los puestos de la feria improvisada que se arma para estas ocasiones sobre la avenida De Las Américas, se podía encontrar panes con todo tipo de formas, quesos de cabra o vaca, golosinas y hasta chicha alegre: todo para los familiares que solo por ayer podían dejar el mundo de los muertos y encontrarse con los vivos.

El cementerio fue ese limbo en donde se podía convivir con los seres queridos que se fueron.

La celebración del 2 de noviembre se basa en la doctrina que sostiene que a las almas de los creyentes, si al tiempo de morir no estaban en pecado, se las puede ayudar con rezos, misas y responsos.

Algunas de estas creencias populares son de origen pagano y vienen desde tiempos inmemoriales. Muchos habitantes de pueblos del interior y de los barrios populares de la ciudad aún conservan el ritual de preparar comidas y ofrendas para los difuntos en la noche del 2 de noviembre.

En el fondo del San Antonio de Padua, el límite del camposanto está dado por el comienzo de un cerro de "vegetación pinchuda". En esa zona hay una cruz blanca gigante, en la que rezan los que no tienen una tumba para ir a compartir ese tiempo difuso cuando la vida se junta con la muerte.

Las flores de papel van invadiendo como una planta trepadora esa cruz, las velas iluminan en la luz del día y las oraciones se expanden como murmullos.

Unos metros antes también están los que no tienen un lugar propio, en una fosa a donde van a parar los no identificados, los olvidados y los que no tienen un familiar que pague por sus nichos. Un espacio sin límites ni dueños donde ayer había flores compartidas.

Allí estuvo a la mañana Rosa Apaza. Su hermano, Dionisio Eusebio Garros, falleció hace dos meses y no tuvo dinero para una tumba o nicho. "Mi hermano falleció a los 76 años y estaba solo. No tenía hijos ni mujer, por lo que hoy vine a visitarlo, a traerle unas flores y pedir a Dios que lo tenga en su gloria", dijo la vecina de barrio Limache.

Con agua de una botella descartable, limpiaba una cruz clavada en la tierra. Colgó muy pocas flores, quizás tres. Luego se paró con las manos juntas, mirando hacia abajo y comenzó a hablar.

"Le conté cómo estaba todo, de nuestros hermanos, de mi familia. Le dije que lo extrañaba, que no podría venir tan seguido, pero que rezaba para que esté cerca de Dios", dijo llorando Rosa. Contó que solo va para las fechas especiales, como el Día de la Madre, del Padre y de las Almas.

"Vengo cuando hay mucha gente porque a esta parte no se puede venir por los asaltos de los vivos", concluyó.

Una ceremonia pagana y cristiana

En la celebración del 2 de noviembre, se dice que Dios abre las puertas del Cielo y los difuntos bajan a la Tierra a ver a sus seres queridos. Por ello, los familiares y amigos los reciben con todas las cosas que les gustaba en vida. 
Se cree que se quedan entre los vivos desde el mediodía del 1 de noviembre hasta el mediodía del día siguiente. Es por ello que ambos días se realizan diferentes rituales que incluyen preparaciones especiales, misas, visitas a los cementerios con ofrendas, y sobre todo, sentimientos encontrados de alegría y tristeza. 
“Es la fiesta de la continuación de la vida. Todo el mundo se reúne: los que están, los que no están y los que están lejos. Por eso se la conoce también como ‘Jacha Uru’ (Gran Día)”, explica Félix Mendoza, profesor de Teología Andina de la Universidad Indígena Tawantinsuyu, donde se forman los callahuallas o sacerdotes andinos.
“En la cosmovisión andina no existe la muerte como un final; lo que existe es otra forma de cómo se manifiesta la vida”, dice Mendoza. “Los vivos los recibimos con alegría, les hacemos comida, bebida y todo lo que en vida les gustaba servirse”, añade.
Las familias preparan sus casas, sus comidas, velas, retratos y objetos dedicados a sus seres queridos.
El 1 de noviembre se arma una gran mesa en la casa a la que volverá el difunto, con ofrendas que incluyen todas las cosas que le gustaba comer y beber.
Todo se coloca una mesa donde se distribuyen velas y flores en el centro, un vaso con agua bendita, cítricos partidos por la mitad, una torta blanca con el nombre del difunto y panes especialmente elaborados en formas de escaleritas, cruces, llamas y ángeles.
También hay platos con empanadillas de cayote, rosquetes, capia, pochoclos, locros, picantes, asado, vino y se dispone una imagen del difunto en la cabecera de la mesa.

 

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