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La grieta que nos lleva por el peor camino

Sabado, 09 de septiembre de 2017 21:38

Hoy es frecuente escuchar hablar de “la grieta” y se entiende que quien la menciona se está refiriendo a un enfrentamiento agónico, ideológico y político; en el fondo exhibe la lucha inconciliable entre dos miradas sobre la condición humana, del mundo y de la historia. A través de las redes sociales, esos embanderamientos -asumidos sin mayor fundamento intelectual - convierten a la vida política de estos días en un verdadero campo de batalla.

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Hoy es frecuente escuchar hablar de “la grieta” y se entiende que quien la menciona se está refiriendo a un enfrentamiento agónico, ideológico y político; en el fondo exhibe la lucha inconciliable entre dos miradas sobre la condición humana, del mundo y de la historia. A través de las redes sociales, esos embanderamientos -asumidos sin mayor fundamento intelectual - convierten a la vida política de estos días en un verdadero campo de batalla.

Una intolerancia implacable polariza a una sociedad, aunque la mayoría observe atónita a los extremos, sin tomar partido. Entre tanto, la otra grieta, más profunda, que ha sumergido en la pobreza y la desesperanza a un tercio de los argentinos, queda encubierta, olvidada y fuera de la agenda colectiva.

Hoy se habla mucho de los derechos ancestrales de los pueblos originarios. Sin embargo, no se trata de una preocupación por la realidad trágica de las verdaderas comunidades aborígenes, sumidas en la pobreza, privadas de un acceso fluido a la educación, el trabajo y los beneficios de la sociedad moderna. Se utiliza la simpatía que generan los antiguos pobladores para justificar que grupos violentos, de dudosa identidad nativa y con intenciones desconocidas usurpen tierras, ataquen a los puesteros y declaren una guerra que incluye asaltos a puestos de la Gendarmería en cualquier lugar del país e, incluso, destruyan la Casa de la Provincia de Chubut en Buenos Aires. En tanto, los wichis, guaraníes, qom y otras comunidades genuinas siguen siendo las víctimas principales de la desnutrición y la mortalidad prematura.

Hay coincidencia sobre que el gran desafío argentino es la generación de empleo. En cuatro décadas, la degradación laboral llegó a afectar a la mitad de los asalariados. No obstante, el sindicalismo tradicional, acorralado en sus propios intereses económicos, es incapaz de avanzar en la negociación de alternativas que garanticen al mismo tiempo el poder adquisitivo del salario, los beneficios sociales y previsionales. A su vez, partidos y gremios autodenominados “progresistas” o “de izquierda” perseveran en una mirada anacrónica y en una práctica de acción directa que tiende a la destrucción de las fuentes de empleo.

El debate sobre la educación religiosa en Salta brinda el mismo perfil. La denuncia de un grupo de padres sobre la supuesta inconstitucionalidad de esa práctica nacionalizó el conflicto hasta llevarlo a la Corte Suprema. Vale preguntarse si es ese el problema más urgente en la educación argentina. No se habla, en cambio, de la deserción escolar, los bajos rendimientos y la falta de adecuación de la currícula a la producción y el empleo del futuro. El debate se plantea entre dos formas de dogmatismo, el de la tradición religiosa y el de la tradición laicista. Cuesta explorar caminos intermedios. El dogmatismo es un problema de la educación y de la cultura argentina. Supone que hay verdades que no pueden ser cuestionadas. La furia y la intolerancia con que actúan los extremos políticos se alimentan de principios más rígidos que cualquier otra perspectiva. Para esos extremismos rige el mito y el tabú. Un ejemplo cotidiano: unos se indignan cuando la comunidad científica convalida el uso terapéutico del aceite de cannabis, mientras que otros ven en ese avance científico un argumento para legitimar el consumo de drogas.

Los casi 34 años de democracia arrojan un balance negativo en lo institucional, económico, y sobre todo, social. Probablemente haya que responsabilizar en gran parte a la cultura golpista y autoritaria que imperó durante los 53 años precedentes. Sin embargo, por el camino de la confrontación maniquea, el país continuará sumergido en esa tradición autoritaria y la maduración de nuestra democracia seguirá siendo demasiado lenta. 

La democracia es el único sistema de gobierno que garantiza justicia social, libertad y respeto por los derechos humanos. Las aventuras golpistas del pasado y el fracaso del comunismo y del populismo bolivariano lo demuestran con elocuencia. Pero la democracia, en su misma esencia, supone tolerancia, pluralismo y, especialmente, respeto por la voluntad popular, que se manifiesta en el voto de las mayorías y de las minorías. Hoy, la Argentina sigue lejos de esos objetivos. 

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