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El caso de empleado infiel que cometió un millonario robo

Frase: “Aveces no es que la persona cambie; es que la máscara se le cae”.
Domingo, 04 de noviembre de 2018 00:50

La palabra infiel o infidelidad no solo se le atribuye a una persona que lastima sentimental y moralmente a su pareja. También se la utiliza para graficar el comportamiento de un empleado que procede de manera desleal con su patrón o la empresa donde trabaja. En ambos casos, ser infiel se considera una falta grave porque resquebraja los valores que forman parte de una relación de pareja o un compromiso laboral.

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La palabra infiel o infidelidad no solo se le atribuye a una persona que lastima sentimental y moralmente a su pareja. También se la utiliza para graficar el comportamiento de un empleado que procede de manera desleal con su patrón o la empresa donde trabaja. En ambos casos, ser infiel se considera una falta grave porque resquebraja los valores que forman parte de una relación de pareja o un compromiso laboral.

En enero del 91 ocurrió en Salta un caso que tuvo una gran repercusión y que confirmó de qué manera una persona es capaz socavar las simientes de la lealtad. Se trató del robo de tres millones de pesos del tesoro de la sucursal Salta del Correo Argentino, cuando la paridad del peso-dólar era de 1 a 1. El saqueo de semejante suma que a valores de hoy supera los 100 millones de pesos estaba destinado al pago de sueldos, de pensiones y giros postales. 

Con el estricto sistema de seguridad imperante, nadie podía entender cómo alguien pudo acceder a las claves secretas de tres personas para abrir la bóveda y apoderarse de tamaño botín. Los responsables eran los jefes de administración, de contabilidad y el tesorero. Si alguno se enfermaba o salía de vacaciones se designaba un reemplazante. El dispositivo era estricto: los tres jerarcas debían estar presente al momento de abrir el tesoro.

De ellos, Pepe era el que dirigía la batuta. Estaba considerado como un empleado incorruptible, muy estricto y por ello accedió a los cargos de mayor responsabilidad. Había dado muestra de idoneidad durante los años que estuvo como tesorero y jefe de contabilidad. Al momento de los hechos, era el jefe de administración.

Por lógica consecuencia, las sospechas se orientaron en torno a esos jefes, pero de la investigación no surgió nada que los comprometiera. Pepe fue el primero en plantar bandera para defender su honorabilidad y la de sus dos compañeros. Los investigadores de la Gendarmería y de la Policía Federal coincidieron en que ellos no podían ser y se quedaron sin neuronas pensando qué pudo haber pasado. Cuando las pesquisas cayeron en un punto muerto y todos hablaban del “robo perfecto”, el director general del Correos Argentinos se acordó de que el organismo contaba en sus filas con un experto en investigaciones internas. Su habilidad para resolver casos complejos era muy reconocida. Era el subinspector Juan Carlos Herrera, quien se desempeñaba en la sucursal de la ciudad de Tucumán. Hombre campechano, pero conocedor de todos los vericuetos del correo, se abocó a la difícil misión y demostró que estaba mejor preparado que los diplomados agentes de seguridad. Fue así que en el lapso de dos días, y en soledad, el tucumanito resolvió el caso ante la mirada azorada de los investigadores federales.

¿Cómo hizo? Lo que Herrera pudo determinar, a primera vista, fue que ninguno de los jerarcas que tenían acceso al tesoro habían cambiado sus claves, pese a que había una directiva interna del correo que debían hacerlo dos veces al año, como mínimo. En segundo lugar, focalizó su mirada en el identi-kit de un hombre desconocido que las empleadas de limpieza vieron descender por las escaleras, con bolsos en las mano, el día antes que se descubriera el robo.

El investigador pensó que en esos dos datos podría estar el secreto que le permitiría desentrañar el misterioso caso. No se equivocó. Con esa idea, una calurosa tarde-noche se dirigió a una confitería ubicada frente a la plaza 9 de Julio para tomar algo fresco. En eso estaba cuando en una mesa contigua observó a un joven con las características fisonómicas del identi-kit. “Es él...”, pensó. Con la certeza de que podría tratarse del sospechoso llamó a la policía y el muchacho fue detenido en el acto. 

Una hora más tarde le comunicaron que el joven había “cantado” todo. Y lo que vino después le permitió armar lo que en un principio aparecía como un complicado rompecabezas. El confeso detenido era sobrino de uno de los jefes del tesoro. Era don Pepe, el empleado ejemplar, el incorruptible. Lo que había pasado fue que el hombre ocupó los tres cargos jerárquicos y eso le permitió armar un plan perfecto. Con sus respectivas claves la bóveda quedó a su merced para hacer de las suyas. Ya dueño de la situación utilizó a su sobrino, quien realizó tres viajes con dos bolsos para consumar el millonario saqueo. 

De la investigación surgió que el infiel empleado había adquirido propiedades en Salta y Tucumán y que derrochaba el dinero en los cabarets, en la timba y en fiestas regadas con los mejores vinos y champagnes. Pero lo que más sorprendió a propios y extraño fue que el hombre se había convertido en un polígamo en potencia. Tenía tres domicilios y en cada uno de ellos tenía una mujer.

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