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Espacios compartidos y catequesis

Viernes, 16 de marzo de 2018 20:30

La religión de los europeos conquistadores tenía un cuerpo de doctrina racional y orgánico, elaborado por los padres de la Iglesia y la Escolástica, especialmente Santo Tomás de Aquino. Pero contenía también elementos irracionales y emocionales: mitos, símbolos y ritos que se expresaban en creencias y devociones populares, siempre abiertas a la admisión del milagro y el prodigio.

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La religión de los europeos conquistadores tenía un cuerpo de doctrina racional y orgánico, elaborado por los padres de la Iglesia y la Escolástica, especialmente Santo Tomás de Aquino. Pero contenía también elementos irracionales y emocionales: mitos, símbolos y ritos que se expresaban en creencias y devociones populares, siempre abiertas a la admisión del milagro y el prodigio.

La evangelización avanzó a paso firme en territorio americano, ora de la mano del clero secular, ora por acción del clero regular a través de la presencia de las órdenes religiosas que se fueron internando en la vastedad del suelo americano.

El primer cristianismo americano, el de los misioneros, tuvo algo de esquemático y mucho de rígido, empero no tardó en asentarse y reelaborar su visión europea de la vida, adaptándola a la realidad americana.

No debe extrañar entonces la fecundidad y variedad de las mezclas entre religión y tradiciones muy diversas en América. Allí donde, como en México y Perú, la concepción religiosa había sido más rica, surgieron los frutos más notables de esta hibridación. En las restantes regiones, los dioses y creencias ancestrales se fundieron pronto en la historia sagrada cristiana y no dejaron rastros demasiado visibles ni conflictivos.

Un primer problema era la falta de religiosos, nunca suficientes al decir del Padre Domingo Aracena en su libro "América Pontificia o Tratado Completo de los privilegios que la Silla Apostólica ha concedido a los católicos de la América Latina" (Imprenta de la Moneda, Santiago de Chile, 1800): "en América, en donde es tan notoria la escasez de ministros y mucho más de ministros idóneos; en donde las necesidades son tan varias y tan urgentes que en vez de disminuirse se aumentan de día en día y en donde las distancias son tan excesivas que no se miden por días ni por semanas sin frecuentemente por meses", de lo que se infiere que desde los remotos tiempos de la ocupación hispana en América, ya la mies era mucha, y los operarios pocos.

La sola presencia de algunos sacerdotes, concitaba la atención de la población. El Padre Subirana, nativo de Monserrat, poseía un carisma singular: no bien posaba el pie en algún pueblo, acudían a él habitantes de todas partes, atraídos por su fama de hombre santo y de profeta. Ni siquiera las poblaciones indígenas podían sustraerse a su atracción. Hombres, mujeres y niños se acercaban en multitudes para que les impartiera el bautismo. Unos decían que lo hacían inspirados por un sueño, otros porque lo habían adivinado, otros más, porque veían a sus amigos acercarse al Misionero, quien les enseñaba a vestirse, leer y creer en Dios.

Más fieles, más espacio

En la ardua tarea de catequizar a los nuevos súbditos de Su Majestad Católica, la Iglesia había de afrontar otro importante problema, la extraordinaria cantidad de feligreses de origen nativo, que por efecto del bautismo se sumaban a los católicos de origen español y que no se podían contener dentro de las pequeñas capillas, ermitas e iglesias que fueron erigiéndose en tierras americanas, conforme avanzaba la conquista.

Una solución práctica fue la construcción de espacios abiertos, esto es los conjuntos de atrios y posas. Estos en cierto modo sustituyen al ámbito del templo, son estructuras comunes a todo el virreinato peruano. Estas estructuras responden a las necesidades de una nueva sociedad formada por españoles e indígenas, y sirven para facilitar la cristianización de grandes multitudes, la realización del culto al aire libre y mantener la importancia del culto a los muertos.

La cristianización que suponía la enseñanza de la doctrina, la administración de los sacramentos, se llevaba a cabo en grandes espacios abiertos que antecedían a las iglesias y que por lo general se encontraban cercados. Tal se indica en un grabado de la obra del mejicano Valadés titulada "Retórica cristiana" (1579), que es el único documento gráfico que se conserva. Usualmente estos atrios tenían cuatro capillas denominadas "posa" pues servían para que pose o descanse el Santísimo Sacramento en las procesiones. Servían además para adoctrinar separadamente a hombres, mujeres, niños y niñas. Un texto de Acosta referido a las misiones de Juli (Perú) testifica acerca de la función del atrio:

"Por la mañana venían los indios a una plazuela grande que hay delante de la iglesia, y de allí repartidos en coros de doce en doce... los hombres aparte, y las mujeres aparte, decían las oraciones y doctrinas, teniendo uno como maestro que les enseña y ellos van pasando unos quipos o registros que tienen... Después se ajustaron todos y el padre Barzana les predicó allí, porque no hay iglesia tan capaz donde puedan caber... Acabado el sermón oían su misa cantada..."

Nueva arquitectura sacra

Los hombres de la conquista, como exponentes que eran del Renacimiento, fueron hábiles políticos y en la imposición del nuevo orden dieron a los indígenas, en la función religiosa, un sustituto a sus antiguos ritos.

José de Acosta, sacerdote de la Compañía de Jesús, en su libro "De Procuranda Indorum Salute" escrito entre 1575 y 1576, que fue desde su aparición un importante Manual de Misionología, escribe: "Y pienso que no conviene de ninguna manera destruir los templos que tienen sus ídolos, para que viendo esas gentes que se respetan sus templos, depongan en su corazón el error ... y concurran a los lugares que le son familiares".

El atrio y las posas dominan el ámbito urbano, el territorio circundante queda incorporado mediante pequeñas capillas alejadas unos doscientos metros y más, a las que se acude con procesiones.

Los ejemplos más significativos de iglesias con atrio y posas en el virreinato peruano son Copacabana, el más completo; Callapa, el conjunto más antiguo aunque humilde, Maquiri de Potosí, por la originalidad de su concepción y Cocharcas en el Perú.

En Méjico, adjunta a los conventos, existe la “capilla abierta”, llamadas también “capillas de indios”, estructuras que perviven hasta bien entrado el siglo XVIII, en el que la evangelización está consolidada. En ellas se distinguen las de planta alta y de planta baja.

Estas capillas abiertas también tienen su réplica en Perú, el tipo más usual es el balcón colocado sobre la portada. Desde allí se decía misa y se predicaba hacia el espacio abierto del atrio o la plaza, en la que solía funcionar el mercado. Cuando la capilla se alzaba en el atrio, sus funciones estaban destinadas a la doctrina.

 Guayronas y piratas

Las capillas abiertas, en su forma de balcón o tribuna, a diferencia de los atrios y posas, no nacen por influjo precolombino, sino que son la actualización de algo que se usó ya en España, adaptándolo a las necesidades de la nueva sociedad. Había capillas a manera de balcones en Toledo, sobre las plazas de Zocodóver y Santo Tomé, desde donde se decía misa. También es conocido el balcón de San Francisco de Valladolid, recordados en textos de arquitectura. El Escorial también tenía balcones sobre la fachada de la Iglesia; abiertos al patio, servían para mostrar las reliquias y, eventualmente decir misa al pueblo que no podía entrar a la iglesia.

Esta costumbre de hacer capillas para indios, paralela a las iglesias, se generalizó en el Virreinato del Perú. Recibieron el nombre de Guayronas, de la palabra quechua “wayra”, viento, con lo que se indica que se trata de un recinto expuesto al viento. Este nombre se usó para las capillas de indios, sean éstas abiertas, cerradas o semicerradas.

Es en una de estas capillas abiertas en la costa de Perú, erigida por el arquitecto Chávez de Arellano, donde se produce una curiosa anécdota: en el momento en que el sacerdote se disponía a catequizar a la población, ingresan a la plaza unos piratas franceses, los que además del expolio al poblado, requisaron también la iglesia y se llevaron al cura a bordo. Estando en el navío, el capitán, un tal Daniel, pensó que sería cosa buena para beneficio espiritual de la tripulación, matar el tiempo de la espera para zarpar (en el que se surtía a la nave de agua y bastimentos), haciendo celebrar misa en el buque. El atribulado sacerdote no se atrevió a negarse y por lo tanto, se mandaron traer los elementos litúrgicos necesarios para concretar el oficio religioso. El capitán improvisó un altar. La misa empezó con una salva de artillería, haciéndose otros disparos en los diferentes momentos de la celebración, sofisticado modo de reverenciar al Altísimo. El oficio religioso concluyó con una oración por el rey (francés) entre la algarabía y los vítores de los bucaneros. Un desafortunado incidente perturbó ligeramente la ceremonia: uno de los piratas adoptó una postura indecorosa y al ser reprendido por el capitán contestó con terribles blasfemias. En rápido movimiento el capitán empuñó su pistola y le atravesó el cráneo, jurando por Dios hacer lo mismo con cualquier otro que faltase el respeto debido al Santo Sacrificio, hecho que alarmó al espantado cura, a lo que el capitán le dijo: no se preocupe Padre mío, ese es un tunante carente de su deber, y yo lo he castigado para que aprenda. Cuando terminó la misa tiraron al hombre muerto al agua y el sacerdote fue recompensado con valiosos regalos que incluían un esclavo negro. Porque en aquellos tiempos lejanos la religión era cosa de respeto aún para los delincuentes.

 Evangelización y templos

En el siglo XVII las estructuras abiertas caen en desuso y son sustituidas por capillas cerradas adjuntas a los conventos, en virtud de las prescripciones obispales de que no se tenga a los indígenas al aire libre ni en barracones durante los oficios religiosos. La medida no consigue del todo suprimir las capillas abiertas, pues queda demostrado que muchos pueblos las construyeron en el siglo XVIII, con posteridad a estas recomendaciones que datan de mediados del siglo XVII.

En la expansión de la doctrina católica en América se ha de considerar los efectos benéficos del Concilio tridentino del siglo XVI, y en la necesidad de incorporar a la enorme masa de pobladores y súbditos americanos a los beneficios espirituales de la nueva religión. Una de las herramientas que contribuyó a los objetivos eclesiásticos, fueron estas construcciones, contenedoras e integradoras de los nativos, los que adhirieron a la doctrina católica, predicada en esos espacios, y la amalgamaron con las prácticas religiosas ancestrales que aún perviven entre nosotros, en la extensa geografía americana.

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