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El insólito hecho que protagonizó Arenales en la Batalla La Florida

Alvarez de Arenales, salvó su vida de milagro luego de lograr un triunfo aplastante en el Alto Perú. 
Domingo, 20 de enero de 2019 00:56

Casi al final de la batalla de La Florida, cuando aún humeaba el campó de la Misión, y en el suelo yacían 270 muertos realistas y cuatro patriotas, el coronel Juan Antonio Alvarez de Arenales protagonizó uno de los hechos más insólitos que hayan ocurrido en el transcurso de la guerra de la Independencia Argentina. Fue cuando este militar de origen castellano, vivió momentos muy parecidos a los de don Gregorio Aráoz de Lamadrid, luego que este fuera derrotado por Facundo Quiroga, “El Tigre de los Llanos” en la Batalla de El Tala. Recordemos que Lamadrid salvó allí el pellejo, gracias a que fue dado por muerto en combate luego que perdiera por dos veces su cabalgadura.
En el caso de Alvarez de Arenales como decíamos, la batalla de La Florida no solo estaba prácticamente concluida sino que el triunfo patriota había sido arrollador y aplastante. Los realistas estaban absolutamente vencidos y casi una tercera parte de ese ejército de 1.200 soldados, yacía inerte en el teatro de operaciones, mientras que el resto de los combatientes huía en completo desbande. Fue entonces que Alvarez de Arenales, enajenado aún por el fragor de la batalla, ordenó a la caballería de los cruceños que fuera tras los realistas hasta aniquilarlos. Y mientras los cruceños se preparaban para ejecutar la orden recibida, Arenales, impaciente, no aguantó más y en persona se lanzó en persecución con su caballo a todo galope dispuesto a alcanzar a los realistas. Lo acompañaba únicamente su ayudante, el teniente Apolinario Echavarría. Al par galoparon un largo trecho tras los rastros del enemigo, sin caer en cuenta que cada vez se alejaban más del contingente cruceño, que parecía estar más ocupado en rapiñar las pertenencias de los caídos en combate que en perseguir a sus enemigos. 
Y así fue que hechos una tromba, Arenales y Echavarría pasaron a todo galope por el caserío de Piray, tomando luego el camino principal que paulatinamente se iba internando en una zona boscosa de aquella región del Alto Perú. 
Sin darse cuenta, estos impetuosos jinetes siguieron galopando a lo largo de una vía que cada vez se hacía más solitaria, y en la que ya solo se podía escuchar el golpeteo en el suelo de los cascos de los caballos. Entusiasmados en la persecución e ignorando que la tropa cruceña se había rezagado, Arenales y Echavarría recorrieron casi dos leguas, solos, sin escolta, y en medio de un terreno que cada vez se hacía más boscoso. 

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Casi al final de la batalla de La Florida, cuando aún humeaba el campó de la Misión, y en el suelo yacían 270 muertos realistas y cuatro patriotas, el coronel Juan Antonio Alvarez de Arenales protagonizó uno de los hechos más insólitos que hayan ocurrido en el transcurso de la guerra de la Independencia Argentina. Fue cuando este militar de origen castellano, vivió momentos muy parecidos a los de don Gregorio Aráoz de Lamadrid, luego que este fuera derrotado por Facundo Quiroga, “El Tigre de los Llanos” en la Batalla de El Tala. Recordemos que Lamadrid salvó allí el pellejo, gracias a que fue dado por muerto en combate luego que perdiera por dos veces su cabalgadura.
En el caso de Alvarez de Arenales como decíamos, la batalla de La Florida no solo estaba prácticamente concluida sino que el triunfo patriota había sido arrollador y aplastante. Los realistas estaban absolutamente vencidos y casi una tercera parte de ese ejército de 1.200 soldados, yacía inerte en el teatro de operaciones, mientras que el resto de los combatientes huía en completo desbande. Fue entonces que Alvarez de Arenales, enajenado aún por el fragor de la batalla, ordenó a la caballería de los cruceños que fuera tras los realistas hasta aniquilarlos. Y mientras los cruceños se preparaban para ejecutar la orden recibida, Arenales, impaciente, no aguantó más y en persona se lanzó en persecución con su caballo a todo galope dispuesto a alcanzar a los realistas. Lo acompañaba únicamente su ayudante, el teniente Apolinario Echavarría. Al par galoparon un largo trecho tras los rastros del enemigo, sin caer en cuenta que cada vez se alejaban más del contingente cruceño, que parecía estar más ocupado en rapiñar las pertenencias de los caídos en combate que en perseguir a sus enemigos. 
Y así fue que hechos una tromba, Arenales y Echavarría pasaron a todo galope por el caserío de Piray, tomando luego el camino principal que paulatinamente se iba internando en una zona boscosa de aquella región del Alto Perú. 
Sin darse cuenta, estos impetuosos jinetes siguieron galopando a lo largo de una vía que cada vez se hacía más solitaria, y en la que ya solo se podía escuchar el golpeteo en el suelo de los cascos de los caballos. Entusiasmados en la persecución e ignorando que la tropa cruceña se había rezagado, Arenales y Echavarría recorrieron casi dos leguas, solos, sin escolta, y en medio de un terreno que cada vez se hacía más boscoso. 

Juan A. Álvarez de Arenales 

La sorpresa
“Temerarios e intrépidos -dice el historiador Alberto Cajal- el Coronel y su Ayudante siguen adelante, ajenos a la emboscada que se les prepara, ante la presencia del peligro de la espesura del monte, donde se ha ocultado un grupo de once soldados realistas, que permanecen silenciosos y acechantes; y al ver dos solitarios oficiales patriotas librados a sus propias fuerzas, celebran la oportunidad de caer sobre ellos en una fortuita revancha. De ahí que una descarga proveniente de la espesura del monte sorprende a Arenales y Echavarría quienes recién caen en cuenta del riesgo que corrían”. Por suerte, las balas pasan de largo sin dar en el blanco. 

El rescate milagroso

A poco que un culatazo dejara inconciente a Arenales, los realistas salieron huyendo al escuchar que la caballería patriota se acercaba a galope tendido. 
Cuando por fin la partida llegó al lugar, uno de los soldados reconoció que entre los muertos tendidos en el camino, había uno con el uniforme hecho triza y que parecía ser el coronel Arenales. Se apearon y lo reconocieron. Tenía 14 heridas y más aún, parecía muerto pero todavía respiraba. Lo llevaron a Piray donde lo atendió el médico fray Justo Zarmiento. Un mes después, Arenales elevó el Parte de Batalla. 

El duelo más heroico y emocionante 

La inesperada descarga paraliza a los patriotas. Por suerte los proyectiles pasan de largo pero no bien los animales se aquietan, un grupo de soldados sale de la espesura y sable en mano se vienen al humo. Y ahí nomás se arma una desigual pelea. Ciegos acometen los realistas, “librándose entonces uno de los duelos más heroico y emocionante que registra la epopeya de la Independencia”, dice Cajal. 
Y Arenales con Echavarría, sin tiempo siquiera para refugiarse en la vegetación vecina, se plantan en medio del carril dispuestos a poner en juego honor, vida y coraje.
A poco, de la misma espesura sale el resto de la partida, que de inmediato rodea a los patriotas con un cerco de sables y lanzas, casi imposible de atravesar. 
Y así se entabla una desigual pelea; once realistas por un lado, dos patriotas por el otro y en el centro, Arenales y Echavarría. Todos aceros en mano. Jinetes y espadachines, topan con sus cabalgaduras blandiendo ágiles sus espadas que chocan chispeantes; parando y devolviendo sonoramente, golpe por golpe. 
La yunta patriota aguanta; defiende y arremete sin dar ni pedir tregua hasta que sus bestias caen y los dejan a pie. Ahora Arenales y Echavarría están desmontados, en el centro de un círculo casi mortal. De pronto, Arenales deja su espada colgando de su dragona, y con ambas manos desenfunda las pistolas. Retumban las descargas y dos godos, los más enconosos caen antarca y sin vida. Por un instante la acción se congela, pero a poco el enemigo reacciona más enardecido que nunca acometiendo con sablazos a diestra y siniestra. La pelea sigue y la sangre ya mancha el carril, cuando en eso Echavarría ve un fusil que apunta a Arenales; pone su cuerpo pero recibe una descarga mortal. Ahora Arenales está solo, cubierto de heridas y sangrando todo su cuerpo. Se acerca a un árbol y allí afirma su espalda. Es un felino herido y amenazante. Esta embravecido y en su rostro se lee la decisión de matar o morir. Y si bien en su físico ya no cabe herida, su sable no deja de trazar círculos peligrosos. De los 11 enemigos, unos ya se apartaron pensando quizá, que así no vale matar a un valiente. Otros cuatros yacen muertos, pero el resto sigue machacando. Arenales desfallece; la sangre derramada melló su vitalidad y fortaleza hasta que al fin cae y sus enemigos lo dan por muerto. 
 

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