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Belda Zenteno: “Hay que amar el lugar que a una la vio nacer y contar lo que ha vivido”

Entrevista a la escritora y columnista radial.
Domingo, 20 de enero de 2019 00:56

Belda Zenteno, la columnista radial más virtuosa de Salta, que aúna lucidez para analizar hechos de la política con una pericia inigualable para la composición poética, presentó recientemente su libro “La casa de El Algarrobal”. Nacida en Las Lajitas en 1949, egresó de la Escuela Normal y fue maestra en el paraje Macueta, en la frontera con Bolivia. También trabajó en Las Lajitas, Palermo, Apolinario Saravia, El Bordo y Salta capital. Fue directora y vicedirectora de la Escuela Nº 4.315 Reino de Bélgica. Fue miembro de la Junta de Clasificación y Disciplina y gremialista. Debutó en radio en 2012 con sus sátiras y rimas semanales, de las que estuvo ausente en 2018 para dedicarse a pleno a la redacción de “La casa de El Algarrobal”.
Entre sus páginas -dotadas de precisión de archivero, aunque algunos datos fueron velados adrede para no herir susceptibilidades- parpadean personajes que subrepticiamente demandan un desarrollo novelístico, una senda que Belda eligió no transitar, pero en cambio ofrece, como bien apunta el Dr. Ricardo Alonso en el prólogo: “Una obra costumbrista y frontal (...), en la que escribe para nosotros y para su gente, para sus amigos y familiares, escribe para que quede constancia de ese espacio - tiempo que le tocó vivir, a caballo metafórico entre su Algarrobal natal y sus estudios de magisterio en Salta”. 
Durante la entrevista con ella, como en el recorrido por sus relatos, las emociones se agitan entre esa hacienda que adquiere ribetes legendarios, la pérdida de las fortunas y las vidas, las verdades veladas y los personajes en sus actividades y hazañas de pueblo. 

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Belda Zenteno, la columnista radial más virtuosa de Salta, que aúna lucidez para analizar hechos de la política con una pericia inigualable para la composición poética, presentó recientemente su libro “La casa de El Algarrobal”. Nacida en Las Lajitas en 1949, egresó de la Escuela Normal y fue maestra en el paraje Macueta, en la frontera con Bolivia. También trabajó en Las Lajitas, Palermo, Apolinario Saravia, El Bordo y Salta capital. Fue directora y vicedirectora de la Escuela Nº 4.315 Reino de Bélgica. Fue miembro de la Junta de Clasificación y Disciplina y gremialista. Debutó en radio en 2012 con sus sátiras y rimas semanales, de las que estuvo ausente en 2018 para dedicarse a pleno a la redacción de “La casa de El Algarrobal”.
Entre sus páginas -dotadas de precisión de archivero, aunque algunos datos fueron velados adrede para no herir susceptibilidades- parpadean personajes que subrepticiamente demandan un desarrollo novelístico, una senda que Belda eligió no transitar, pero en cambio ofrece, como bien apunta el Dr. Ricardo Alonso en el prólogo: “Una obra costumbrista y frontal (...), en la que escribe para nosotros y para su gente, para sus amigos y familiares, escribe para que quede constancia de ese espacio - tiempo que le tocó vivir, a caballo metafórico entre su Algarrobal natal y sus estudios de magisterio en Salta”. 
Durante la entrevista con ella, como en el recorrido por sus relatos, las emociones se agitan entre esa hacienda que adquiere ribetes legendarios, la pérdida de las fortunas y las vidas, las verdades veladas y los personajes en sus actividades y hazañas de pueblo. 

¿De dónde surgió la idea de embarcarse en estos relatos autobiográficos?
El libro nace de la nostalgia que siempre he tenido desde que me fui de Las Lajitas para venir a estudiar a Salta. Me empezaron a venir recuerdos a la mente, que eran historias que les contaba a mis hijos o a otros seres afectivos de cuando vivía en el campo. Mi mamá, Elsa de Vasconcellos, siempre les (y nos) contaba historias de terror a los chicos, porque ella tenía una fantasía maravillosa. Ellas han sido unas chicas de la ciudad que por un traspié económico de la familia, el suicidio de un tío -que hemos volcado en el libro (el dirigente radical irigoyenista Juan Bautista Peyrotti)- debieron mudarse a Las Lajitas. Ahí mi mamá se insertó en el medio, sin serlo, y se casaron con mi papá, Hipólito Zenteno, muy jovencitos: ella, de 15 y él de 18. Ella recepcionó todas las historias, las cosas lindas, las cosas feas, de su familia y nos empapó de ellas a nosotros, sus hijos (Clara, Walter, Belda y Nelly). Nosotros hemos vivido de un ambiente literario sin serlo, o literario rudimentario, no pulido. Mi papá ha sido autodidacta que estudió siempre por su cuenta, porque hizo hasta primer año, y recitaba de memoria “El borracho” (de Joaquín Castellanos). 
Cuando a su vez yo les contaba estas historias a mis hijos (Liliana, Fernando, Natalia y Romina), mi hija menor Romina, periodista que vive en Santa Fe, me alentó y me ayudó con sus aportes desde su perspectiva periodística. 

¿Cómo obtuvo las historias que ponen a vibrar emociones dolorosas?
Me hice cargo de mi papá luego de que enviudó y porque estaba enfermo y lo traje conmigo acá por siete años hasta que murió en 2011. Nos sentábamos a tomar mate, leer los diarios y hablar de política, y Romina le sacaba esas historias con un marco de intimidad familiar y él era muy reticente de contar algunas cosas, pero se dejaba indagar. Ella anotaba datos y títulos y luego yo me encargué de darle forma, también porque conocía muchas cosas. El hilo conductor es sin dudas la nostalgia. También está la historia de los cuatreros, que no pongo los apellidos porque los descendientes viven allá, aunque la gente del pueblo sabe de sobra quiénes son. 

¿Qué recuerda de aquella vida de campo?
Las clases de María Teresa Ducos, la señora del ingeniero Ricardo Juncosa, de la finca Palermo. Cuando éramos niñas ella nos daba un contexto de cultura general fuera de horario escolar. Ella había venido de la gran urbe de Buenos Aires, era la gran compañera de su esposo y nos daba clases de catecismo, de modificaciones biológicas a las mujeres, nos enseñaba a bordar y los padres nos mandaban con ella cerrando los ojos porque era limitada la formación que recibíamos en el campo. Ahí no había Reyes Magos, teníamos que andar trabajando los cercos, corriendo los loros, cazando las vizcachas para que nuestras madres pudieran cocinar. Hay que amar el lugar que a una la vio nacer y contar lo que ha vivido. En el libro describo los zancudeos del 45 al 67 cuando la zona era atacada por el paludismo, quiénes fueron los de la brigada de Salud Pública que iban con sus mochilas de DDT a matar vinchucas y zancudos y no sé si en otro lado está relatado por alguien que lo ha vivido. Entonces uno toma real sentido de la dimensión de la vida, de los que ya no están y te preguntás cómo no lo hiciste antes y fue porque viví muy entregada a la docencia, que para mí era todo. Andaba en política, andaba en el gremio, toda esa efervescencia, y cuando ya me jubilé, en 2006, me puse a volcar mis cosas. Me puse también a estudiar inglés y portugués en la Unate, locución en la Fundación Roberto Romero, y atendíamos la huerta junto con mi papá. 

¿Quién le hubiera gustado que pudiera leer el libro y ya no está? 
Mi tata. Con mi padre he tenido un gran feeling, que era un ida y vuelta de decirnos cosas, de mimarnos, le hice muchos poemas y cuando se fue elegías. Pero él decidió adelantarse en su viaje final, en junio de 2011, porque como decía graciosamente: “San Pedro ya me ha cerrado la puerta varias veces”. A pesar de ello, guardo la esperanza de que en algún lugar celestial este libro cobre vida en sus manos. 
 

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