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21 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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“Una virtud para vivir”: La batalla de Daniel

Tras 9 meses de tratamiento, volvió a trabajar; la foto es de su cobertura en Morillo hace 5 días.
Domingo, 24 de noviembre de 2019 09:05
Daniel Chocobar, tras 9 meses volvió a trabajar.

La mañana en que todo comenzó se había iniciado como todas las mañanas... No había ritual, meditación ni oraciones... Así me encontró, como otras 46 veces anteriores, el 3 de mayo: Día de la Cruz y Día del Albañil en algunos países sudamericanos. Las fechas, tan ambiguas como inconexas, nunca significaron nada para mí, de no ser por una historia que, en increíbles circunstancias, terminó por marcarme el cuerpo y el espíritu y pulirme como un hombre nuevo... un hombre que sintió, como nunca antes, que el tiempo se le acababa.
Había llegado hasta la casa de mi viejo... Lo que más me gustaba de esa rutina era compartir con mi papá un mate cocido con menta y cedrón, yuyitos que crecían en el fondo de la casa, entre las moras, los mandarinos y las paltas. 
Entrar a ese territorio era volver a la infancia, con mi hermana y mi hermano trepados en los árboles... El terreno no tenía medianera y solo un alambrado de tres hilos indicaba los límites entre las dos propiedades vecinas. Del otro lado había naranjos, ciruelos y parras que un hombre de manos curtidas y ojos celestes cuidaba con esmero. Era don “Boni”, Bonifacio Schmidt. De familia camba, había escapado con su mamá y su papá de los horrores de la guerra del Chaco. Años después llegó a la ciudad de Salta para trabajar en la construcción... Don Boni conoció a doña Ilda, una muchacha de Anta. Tuvieron dos hijos... A doña Ilda una “enfermedad incurable” la había dejado a mitad de camino. Tiempo después, Jorgito, el hijo mayor, murió en un accidente de tránsito. Pero la tragedia, empecinada con don Boni, le arrebató a los años también a su hija... Bonifacio se transformó en un hombre parco. Desde aquel entonces y en noches de alcohol y delirio, era frecuente escucharlo invitar a la muerte a chupar a su casa... Pero un día, Boni no tomó nunca más...
Esa mañana mi agenda marcaba un par de entrevistas y el regreso a la redacción. Ah! Me olvidaba, tenía que retirar unos estudios endoscópicos que me había ordenado mi médico en un chequeo de rutina. Me asomé al patio y ahí lo vi... Me fui hasta el alambrado de tres hilos y el hombre salió a saludarme... Me gustaba ver las manos de Bonifacio apoyadas en el alambrado... de repente un pequeño hornero se desplomó desde una rama y cayó en un remolino ocre de plumas. El ruido débil y hueco nos cortó la conversación. 
Boni se acercó al lugar y levantó al ave del suelo. “Changos de mierda! Lo hondearon y le dieron en un ala. Le voy a soplar el culito para que reviva”. Y se me escapó una sonrisa de ternura e incredulidad...
Hacía frío esa mañana. Desde la plaza 9 de Julio caminé apenas dos cuadras y abrí la puerta del centro médico: “Vengo a retirar unos estudios”, dije. “Sí señor, aquí están”, y me entregaron un sobre lacrado. Lo abrí, tomé el informe por la parte inferior donde figuraba el diagnóstico al final de la carilla: adenocarcinoma esofagogástrico, decía. Al momento supe de qué se trataba, pero lo primero que pensé: “Es un error”. Encaré a la secretaria para advertirle la equivocación, pero en un segundo sentí que el mundo entero se me derrumbaba... Una catástrofe personal sin precedentes. “¿Algún problema señor?”. Pensé: “Claro que sí!! Este papel dice que tengo cáncer y yo no puedo creerlo”. Pero me quedé quieto y callado... Crucé la plaza 9 de Julio. No recuerdo a cuantas personas saludé... “Maldición -pensé- recién me entero que tengo cáncer y esta puta enfermedad ya me está matando”. Y de repente me vi sin mañana... Decidí llamar a mi médico. “Hola Augusto. Tengo los resultados de los estudios. El informe dice que es un adenocarcinoma en el esófago. ¿Qué hago?”. Sentí otra puñalada con el silencio de mi amigo el médico. Lo había conocido a los 17 años... siempre pensé que él me curaba con solo estrecharme la mano... 
“Andá esta misma tarde a mi consultorio. Que Claudia te acompañe”, me indicó.
Claudia: mi esposa. Habíamos compartido 18 años y el fantasma del divorcio había sobrevolado el hogar varias veces. Y ahora debía contarle sobre mi enfermedad. “Hola Gordo, llegaste temprano”, me dijo. “No te preocupés... dejá un momento lo que estás haciendo porque necesito contarte algo”, le dije. “Mirá, este es el resultado de los estudios médicos y aquí dice que tengo cáncer entre el esófago y el estómago”. Enmudeció con el papel en la mano. Lloró desconsoladamente. “No puede ser. Tiene que haber un error. Busquemos a otro médico, hagamos otra prueba”, me dijo. Y me abrazó. Lloré todo. Como un niño. 
A las 15.30 Augusto nos abrió la puerta de su consultorio. Le entregué el informe. “Mirá Daniel. Voy a ser frontal y honesto. No tenés ningún antecedente ni valores que hayan advertido previamente esta situación. Simplemente te tocó. No preguntes por qué. Mejor guardá las energías y concentrate en tu curación.Vas a comenzar una dura y larga batalla y tu vida no volverá a ser la misma”, me aseguró. La profecía me erizó la piel. 
Claudia interrumpió. “Queremos consultar con otro médico y también una contraprueba de la biopsia”, le dijo. “Está perfecto, pero debo advertirles que las contrapruebas son costosas y no son reconocidas por las obras sociales. Además, en mis años de carrera nunca he visto que una contraprueba tenga un resultado diferente al primer análisis”. También dijo: “Lo que acabas de hacer Claudia es lo ideal. No dejes pasar por alto la mínima duda. Ustedes van a recibir de ahora en más muchísima información. Si es posible, anoten todas las indicaciones”. Augusto tenía razón; necesitábamos anotarlo todo. “¿Y si nada de esto funciona?” le pregunté. Se sacó los anteojos. “Yo he visto cosas increíbles Dani. Inexplicables. Remisiones de tumores terminales en pocos días. Curaciones milagrosas. Nunca podré explicarlas ni entenderlas. ¿Sos creyente no?”, me preguntó. Respondí que sí. “Bueno, entonces rezá. Somos cuerpo, pero también somos espíritu”, me dijo.
El tiempo pasó bastante rápido. Augusto nos abrió el camino y direccionó nuestras acciones. Fue un verdadero faro en la tempestad... La profecía de Augusto se iba cumpliendo; nada era igual en mi vida, pero mi fe se fortalecía a cada instante. 
Ingresé a un protocolo de tratamiento curativo con quimioterapia coadyuvante, por la cual tuve que someterme a un ciclo de 4 sesiones y luego afrontar una cirugía en la que me extrajeron dos tercios del esófago y casi la mitad del estómago. Viajé a Buenos Aires para operarme con el mejor equipo de cirujanos gastroenterólogos del país. Aún así, la cirugía tuvo grandes complicaciones. Una fístula posquirúrgica se plegó en el corte del tracto digestivo. Una bacteria se instaló en ese lugar, impidiendo la anastomosis. Una inflamación intestinal de origen desconocido dejó a los médicos con “los libros quemados”. Tuve una neumonía broncoaspirativa con el líquido de mi estómago. Me hicieron una traqueotomía, me colocaron un respirador automático y la bacteria migró hacia los pulmones. Como maniobra de rescate me abrieron una ventana pleural para drenar y descomprimir. Estuve 20 días en coma y muy cerca de la muerte... De repente el cáncer había pasado a un segundo plano.
Pero un día desperté. Era 19 de septiembre. Cuando abrí los ojos Claudia me sostenía la mano. Agradecí por respirar... 
Días después me contó que los médicos le pedían orar por mi salud. “Nosotros ponemos la técnica, pero Dios es el que decide”. “Los terapistas, oncólogos, infectólogos, kinesiólogos, clínicos. Todos tenían a Dios en la boca”, me confesó. ...Tiempo después volvimos a Salta. Mi hijo Facundo, mis viejos, mis hermanos y varios amigos nos esperaban en el aeropuerto. Estaba en silla de ruedas, maltrecho y dolorido. Pero pude ponerme de pie para abrazarlos a todos. 
Debo decir que hay que luchar, aún contra todos los pronósticos y las estadísticas. La detección temprana es la clave. Hay que planificar el combate. Anotarlo todo; buscar aliados, estrategas; reencontrarse con la familia y los amigos. Reconocer las palabras que salgan del corazón. Reconstruir nuestra fe y, sobre todo, creer en los milagros.
Pasaron algunas semanas y volví a la casa de mi viejo. Bonifacio estaba al final del patio, detrás del alambrado. Me acerqué y me abrazó. “¿Sabés que mi mujer y mi nena también tuvieron cáncer?”. Recordé la “enfermedad incurable” de doña Ilda y su pequeña hija. “Le pedimos mucho a Dios, pero no alcanzó porque entonces la medicina no estaba tan adelantada”, me aclaró. Y me animé a una dolorosa pregunta: “Boni, para vos ¿qué falló entonces? ¿Dios o la medicina?”. Me miró con ternura: “Es que una cosa no puede funcionar sin la otra. ¿Te acordás del hornerito que cayó malherido de la morera? Yo te dije que le iba a soplar el culito para ver si revivía. Pero nunca estuve seguro de que iba a vivir. Después le abrí el pico, le di agua y cuando mejoró le puse una tablita en el ala rota... Y ahí lo tenés, vivito y coleando”. “Vos que me viste levantarlo del suelo podés creer que el pajarito se salvó por mis cuidados, pero para mí fue un milagro. Creo que a vos te pasó algo parecido. ¿Querés ver un milagro ahora mismo?”, me preguntó. Tomó al ave, le sopló suavemente el plumaje y lo dejó volar...

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La mañana en que todo comenzó se había iniciado como todas las mañanas... No había ritual, meditación ni oraciones... Así me encontró, como otras 46 veces anteriores, el 3 de mayo: Día de la Cruz y Día del Albañil en algunos países sudamericanos. Las fechas, tan ambiguas como inconexas, nunca significaron nada para mí, de no ser por una historia que, en increíbles circunstancias, terminó por marcarme el cuerpo y el espíritu y pulirme como un hombre nuevo... un hombre que sintió, como nunca antes, que el tiempo se le acababa.
Había llegado hasta la casa de mi viejo... Lo que más me gustaba de esa rutina era compartir con mi papá un mate cocido con menta y cedrón, yuyitos que crecían en el fondo de la casa, entre las moras, los mandarinos y las paltas. 
Entrar a ese territorio era volver a la infancia, con mi hermana y mi hermano trepados en los árboles... El terreno no tenía medianera y solo un alambrado de tres hilos indicaba los límites entre las dos propiedades vecinas. Del otro lado había naranjos, ciruelos y parras que un hombre de manos curtidas y ojos celestes cuidaba con esmero. Era don “Boni”, Bonifacio Schmidt. De familia camba, había escapado con su mamá y su papá de los horrores de la guerra del Chaco. Años después llegó a la ciudad de Salta para trabajar en la construcción... Don Boni conoció a doña Ilda, una muchacha de Anta. Tuvieron dos hijos... A doña Ilda una “enfermedad incurable” la había dejado a mitad de camino. Tiempo después, Jorgito, el hijo mayor, murió en un accidente de tránsito. Pero la tragedia, empecinada con don Boni, le arrebató a los años también a su hija... Bonifacio se transformó en un hombre parco. Desde aquel entonces y en noches de alcohol y delirio, era frecuente escucharlo invitar a la muerte a chupar a su casa... Pero un día, Boni no tomó nunca más...
Esa mañana mi agenda marcaba un par de entrevistas y el regreso a la redacción. Ah! Me olvidaba, tenía que retirar unos estudios endoscópicos que me había ordenado mi médico en un chequeo de rutina. Me asomé al patio y ahí lo vi... Me fui hasta el alambrado de tres hilos y el hombre salió a saludarme... Me gustaba ver las manos de Bonifacio apoyadas en el alambrado... de repente un pequeño hornero se desplomó desde una rama y cayó en un remolino ocre de plumas. El ruido débil y hueco nos cortó la conversación. 
Boni se acercó al lugar y levantó al ave del suelo. “Changos de mierda! Lo hondearon y le dieron en un ala. Le voy a soplar el culito para que reviva”. Y se me escapó una sonrisa de ternura e incredulidad...
Hacía frío esa mañana. Desde la plaza 9 de Julio caminé apenas dos cuadras y abrí la puerta del centro médico: “Vengo a retirar unos estudios”, dije. “Sí señor, aquí están”, y me entregaron un sobre lacrado. Lo abrí, tomé el informe por la parte inferior donde figuraba el diagnóstico al final de la carilla: adenocarcinoma esofagogástrico, decía. Al momento supe de qué se trataba, pero lo primero que pensé: “Es un error”. Encaré a la secretaria para advertirle la equivocación, pero en un segundo sentí que el mundo entero se me derrumbaba... Una catástrofe personal sin precedentes. “¿Algún problema señor?”. Pensé: “Claro que sí!! Este papel dice que tengo cáncer y yo no puedo creerlo”. Pero me quedé quieto y callado... Crucé la plaza 9 de Julio. No recuerdo a cuantas personas saludé... “Maldición -pensé- recién me entero que tengo cáncer y esta puta enfermedad ya me está matando”. Y de repente me vi sin mañana... Decidí llamar a mi médico. “Hola Augusto. Tengo los resultados de los estudios. El informe dice que es un adenocarcinoma en el esófago. ¿Qué hago?”. Sentí otra puñalada con el silencio de mi amigo el médico. Lo había conocido a los 17 años... siempre pensé que él me curaba con solo estrecharme la mano... 
“Andá esta misma tarde a mi consultorio. Que Claudia te acompañe”, me indicó.
Claudia: mi esposa. Habíamos compartido 18 años y el fantasma del divorcio había sobrevolado el hogar varias veces. Y ahora debía contarle sobre mi enfermedad. “Hola Gordo, llegaste temprano”, me dijo. “No te preocupés... dejá un momento lo que estás haciendo porque necesito contarte algo”, le dije. “Mirá, este es el resultado de los estudios médicos y aquí dice que tengo cáncer entre el esófago y el estómago”. Enmudeció con el papel en la mano. Lloró desconsoladamente. “No puede ser. Tiene que haber un error. Busquemos a otro médico, hagamos otra prueba”, me dijo. Y me abrazó. Lloré todo. Como un niño. 
A las 15.30 Augusto nos abrió la puerta de su consultorio. Le entregué el informe. “Mirá Daniel. Voy a ser frontal y honesto. No tenés ningún antecedente ni valores que hayan advertido previamente esta situación. Simplemente te tocó. No preguntes por qué. Mejor guardá las energías y concentrate en tu curación.Vas a comenzar una dura y larga batalla y tu vida no volverá a ser la misma”, me aseguró. La profecía me erizó la piel. 
Claudia interrumpió. “Queremos consultar con otro médico y también una contraprueba de la biopsia”, le dijo. “Está perfecto, pero debo advertirles que las contrapruebas son costosas y no son reconocidas por las obras sociales. Además, en mis años de carrera nunca he visto que una contraprueba tenga un resultado diferente al primer análisis”. También dijo: “Lo que acabas de hacer Claudia es lo ideal. No dejes pasar por alto la mínima duda. Ustedes van a recibir de ahora en más muchísima información. Si es posible, anoten todas las indicaciones”. Augusto tenía razón; necesitábamos anotarlo todo. “¿Y si nada de esto funciona?” le pregunté. Se sacó los anteojos. “Yo he visto cosas increíbles Dani. Inexplicables. Remisiones de tumores terminales en pocos días. Curaciones milagrosas. Nunca podré explicarlas ni entenderlas. ¿Sos creyente no?”, me preguntó. Respondí que sí. “Bueno, entonces rezá. Somos cuerpo, pero también somos espíritu”, me dijo.
El tiempo pasó bastante rápido. Augusto nos abrió el camino y direccionó nuestras acciones. Fue un verdadero faro en la tempestad... La profecía de Augusto se iba cumpliendo; nada era igual en mi vida, pero mi fe se fortalecía a cada instante. 
Ingresé a un protocolo de tratamiento curativo con quimioterapia coadyuvante, por la cual tuve que someterme a un ciclo de 4 sesiones y luego afrontar una cirugía en la que me extrajeron dos tercios del esófago y casi la mitad del estómago. Viajé a Buenos Aires para operarme con el mejor equipo de cirujanos gastroenterólogos del país. Aún así, la cirugía tuvo grandes complicaciones. Una fístula posquirúrgica se plegó en el corte del tracto digestivo. Una bacteria se instaló en ese lugar, impidiendo la anastomosis. Una inflamación intestinal de origen desconocido dejó a los médicos con “los libros quemados”. Tuve una neumonía broncoaspirativa con el líquido de mi estómago. Me hicieron una traqueotomía, me colocaron un respirador automático y la bacteria migró hacia los pulmones. Como maniobra de rescate me abrieron una ventana pleural para drenar y descomprimir. Estuve 20 días en coma y muy cerca de la muerte... De repente el cáncer había pasado a un segundo plano.
Pero un día desperté. Era 19 de septiembre. Cuando abrí los ojos Claudia me sostenía la mano. Agradecí por respirar... 
Días después me contó que los médicos le pedían orar por mi salud. “Nosotros ponemos la técnica, pero Dios es el que decide”. “Los terapistas, oncólogos, infectólogos, kinesiólogos, clínicos. Todos tenían a Dios en la boca”, me confesó. ...Tiempo después volvimos a Salta. Mi hijo Facundo, mis viejos, mis hermanos y varios amigos nos esperaban en el aeropuerto. Estaba en silla de ruedas, maltrecho y dolorido. Pero pude ponerme de pie para abrazarlos a todos. 
Debo decir que hay que luchar, aún contra todos los pronósticos y las estadísticas. La detección temprana es la clave. Hay que planificar el combate. Anotarlo todo; buscar aliados, estrategas; reencontrarse con la familia y los amigos. Reconocer las palabras que salgan del corazón. Reconstruir nuestra fe y, sobre todo, creer en los milagros.
Pasaron algunas semanas y volví a la casa de mi viejo. Bonifacio estaba al final del patio, detrás del alambrado. Me acerqué y me abrazó. “¿Sabés que mi mujer y mi nena también tuvieron cáncer?”. Recordé la “enfermedad incurable” de doña Ilda y su pequeña hija. “Le pedimos mucho a Dios, pero no alcanzó porque entonces la medicina no estaba tan adelantada”, me aclaró. Y me animé a una dolorosa pregunta: “Boni, para vos ¿qué falló entonces? ¿Dios o la medicina?”. Me miró con ternura: “Es que una cosa no puede funcionar sin la otra. ¿Te acordás del hornerito que cayó malherido de la morera? Yo te dije que le iba a soplar el culito para ver si revivía. Pero nunca estuve seguro de que iba a vivir. Después le abrí el pico, le di agua y cuando mejoró le puse una tablita en el ala rota... Y ahí lo tenés, vivito y coleando”. “Vos que me viste levantarlo del suelo podés creer que el pajarito se salvó por mis cuidados, pero para mí fue un milagro. Creo que a vos te pasó algo parecido. ¿Querés ver un milagro ahora mismo?”, me preguntó. Tomó al ave, le sopló suavemente el plumaje y lo dejó volar...

 

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